El árbol de los elfos. Tamara Gutierrez Pardo

El árbol de los elfos - Tamara Gutierrez Pardo


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con los trozos del árbol, los Buscadores os dirán cómo debéis proceder. La misión comenzará mañana —decretó el Gobernador.

      —¿Mañana? —cuestionó Rilam—. Lugh todavía no se ha repuesto de la pérdida de Breth, es… demasiado pronto para él.

      —No nos queda opción. Ese árbol es la única esperanza que nos queda, debemos aferrarnos a ella con todas nuestras fuerzas, y es nuestra obligación esforzarnos al máximo para juntar los trozos y curarle cuanto antes. Solo así salvaremos al planeta. Nuestra vida, y la de todos los seres que lo habitan, dependen de vosotros. Este asunto corre prisa, es urgente. No podemos permitirnos ningún retraso, aunque eso suponga suspender el luto de Lugh. Aunque sea cruel, debe partir mañana, como los demás. Le necesitamos.

      Rilam estaba de acuerdo, a pesar de sentir lástima por Lugh. Miró a Hannä con algo de secretismo, aunque enseguida se acordó de que ella también podía ver los pensamientos.

      —No le va a gustar la idea de otra guerrera halcón, y mucho menos la idea de formar equipo con ella —dijo entonces, abiertamente—. ¿No habría manera de hacer un cambio en ese grupo?

      —No. El anillo sabe qué guerreros son los más adecuados para cada misión —intervino Dorcal—. Él hace la combinación perfecta, él los escoge. Los grupos han de ser esos. El éxito de la misión depende de ello.

      Al guerrero caballo no le agradó esa respuesta, más por lo que conllevaba también en relación a Jän y Noram. Sin embargo, no la rebatió, pues, una vez más, y al igual que el resto de nosotros, sabía que lo que había oído era verdad.

      —Nos costará mucho convencerle para que abandone el cementerio —advirtió.

      —Ve tú a hablar con él en persona, a ti te escuchará —le endilgó el Gobernador.

      —¿Yo? Pero…

      —¿Prefieres ir a buscar a Noram?

      La boca de Rilam todavía seguía abierta, con la frase de antes estampada en ese muro invisible de la interrupción. Su semblante se llenó de rabia y resignación.

      —No.

      —Está decidido —resolvió el Gobernador—. Hoy mismo se lo comunicaremos a Lugh y Noram, y mañana partiréis a vuestros destinos.

      El sol apenas brillaba en el cielo con sus llamas mortecinas tras la nube de contaminación y polvo que flotaba sobre la membrana de la burbuja élfica, ni siquiera su luz se reflejaba en las cristaleras de los edificios. Sin embargo, siempre hacía un soporífero y pegajoso calor. Nosotros estábamos ocultos en un callejón, bajo el ligero frescor de la tenue sombra. Estaba apoyada en el coche con los brazos cruzados en el pecho, pero mis piernas no dejaban de moverse, de los nervios. Era incapaz de quitarle ojo a la arqueta metálica de la alcantarilla por donde habíamos accedido para no ser vistos. Conducidos por Dorcal, habíamos recorrido el entramado subterráneo de túneles; cuando al fin salimos al exterior, el vehículo negro ya había sido aparcado, aguardando nuestra llegada.

      —O ese zorro se ha perdido, o empiezo a sospechar que no va a presentarse —refunfuñó Mherl, que también estaba apoyado en una de las paredes con los brazos cruzados.

      Mi vista se despegó de la alcantarilla para fulminarle.

      —Vendrá —aseguré, aunque acto seguido roté mi rostro preocupado hacia la arqueta de nuevo—. Tiene que venir.

      —Si no se presenta, iremos a buscarle —dijo Dorcal, algo impaciente—. Y cuando termine la misión haré que sea castigado.

      Maldita sea, ¿dónde se había metido?

      Justo cuando un halo de alarma me cruzaba el pecho…

      —Hola.

      Giré la cabeza tan aprisa, que a punto estuvo de darme un tirón en el cuello. Mi corazón y mi abdomen estallaron al mismo tiempo cuando vi a Noram cruzando la esquina del callejón. Vestía unos pantalones de chándal y una sudadera gris con una amplia capucha que se conjugaba con su gorra para ocultarle el rostro. Como siempre, las manos en los bolsillos. Llevaba su boomerang a la espalda, oculto por una funda negra hecha a medida. Los Guerreros Elfos contábamos con varias herramientas que formaban parte de nuestro don, las cuales nos hacían la vida más cómoda y fácil a la hora de acudir a una misión, como las bolsas mágicas, donde podíamos guardar cualquier cosa que necesitáramos: mudas, un recambio de uniforme, pequeños elementos de aseo personal, etcétera. Desaparecía una vez la llenábamos, y solamente teníamos que hacerla aparecer para acceder a esos objetos. Con las armas pasaba algo parecido, también gozábamos de herramientas muy prácticas para su transporte. En este caso colgaban mágicamente del sitio donde nos resultase más cómodo y práctico, pero en esta ocasión Noram había preferido transportar su boomerang de esa forma para no dar el cante. La funda llevaba asas y colgaba de su espalda como una mochila.

      —Ya era hora, ¿dónde estabas? —le regañó Dorcal mientras Noram se acercaba.

      —Por aquí y por allá, ya sabes —contestó él, alzando los hombros.

      —No, no lo sé —bufó el buscador, abriendo el coche.

      Noram llegó hasta nosotros y nuestros ojos se encontraron inevitablemente. Ambos se atraparon, se reclamaron. Sin embargo, cuando todo mi cuerpo se puso a temblar por el trillón de sensaciones que le recorrió, él se obligó a apartarlos de mí.

      Rilam todavía estaba muy presente en sus pensamientos. Y la promesa que le había hecho también.

      Entre tanto, Dorcal ya se estaba subiendo al vehículo.

      —¿Por qué vienes por ahí? Habíamos quedado en venir por el alcantarillado —criticó Mherl, aproximándose a la puerta del copiloto—. ¿Te das cuenta de que te podía haber visto alguno de los matones de Rebast?

      —Tranquilo, no me ha visto nadie, aquí entre los humanos paso desapercibido. Además, la calle sería el último lugar donde nos buscaría Rebast —arguyó Noram, abriendo el maletero para guardar su arma.

      Estaba muy serio. Sin duda todavía seguía afectado por todo lo ocurrido.

      —¿Tú crees que llevando esta capucha y esta gorra vas a pasar desapercibido? —bromeé, tirando de la visera hacia delante al tiempo que echaba a andar para rodear el coche.

      Al fin, Noram esbozó una ligera sonrisa tras subirse la gorra.

      —Esto siempre está de moda —alegó, cerrando el maletero.

      En cuanto los dos nos sentamos en la parte trasera, Dorcal arrancó y lo dejó a ralentí.

      —Ni siquiera te has puesto tu uniforme —resopló Mherl, que iba ataviado con el suyo, de un blanco roto, elegante.

      —No me gustan los uniformes —contestó Noram sin más, mirando por la ventanilla.

      —Son los uniformes que representan nuestro rango militar, son un orgullo para los guerreros, ¿cómo pueden no gustarte?

      —Aunque no le gusten, tiene que ponérselo —ordenó Dorcal, lanzando algo hacia nuestro asiento trasero. El uniforme y las botas de Noram le dieron en toda la cara—. Póntelo.

      Al parecer, Dorcal sabía que Noram no iba a venir con su uniforme. He ahí su don espiritual.

      —¿Ahora? —protestó Noram, frunciendo el ceño.

      —Si te tomas la misión en serio, si de verdad estás dispuesto a recuperar el Árbol de los Elfos, a salvar el planeta, demuéstramelo —le dijo el buscador, observándole desde el espejo retrovisor—. De lo contrario, creeré que nada de esto te importa, y entonces deberás bajar del coche e irte a casa.

      —¡No,


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