A cuadro: ocho ensayos en torno a la fotografía, de México y Cuba. Beatriz Bastarrica Mora
un testimonio de la historia: ellas mismas son algo histórico”.6 Son particularmente valiosas, por ejemplo, como testimonio de la cultura material del pasado, tanto por lo que muestran como por ellas mismas como objetos. Y es precisamente por eso que en el caso de mi investigación doctoral había reunido miles de ellas.
Las representaciones que, concretamente en los retratos de estudio decimonónicos, se hacen de las fachadas personales7 de quienes acudieron a fotografiarse son, por otro lado, un arma de doble filo, que debe manejarse con precaución a la hora de analizar dichas fachadas. Esto es así porque, volviendo a lo que nos dice Burke, las convenciones del género del retrato de estudio tuvieron, al menos hasta 1900, casi siempre la intención de representar al retratado o retratada de una forma favorable, también bastante rígida. Así, los modelos solían ponerse sus mejores galas para posar, incluso si estas eran prestadas por algún conocido o por el propio fotógrafo, y lo hacían con la mejor actitud posible —a más “elegante” según las convenciones de la época—, de modo que los historiadores nos equivocaríamos si tratáramos de ver estos retratos como un testimonio fidedigno de la vestimenta cotidiana y del lenguaje corporal de las diferentes clases sociales que pasaron por delante de la lente del fotógrafo.
Los fotógrafos tenían, además, reglas escritas y sobre entendidas de cómo retratar a mujeres y hombres, a niños y adultos. El ya mencionado Octaviano de la Mora, por ejemplo, quien era mayor que Magallanes, pero trabajó en la ciudad en la misma época que él, fue conocido por intentar captar la personalidad del retratado por medio de la utilería, especialmente elegida para cada ocasión, de la luz y de la pose, que adaptaba en cada caso, según el sexo, la edad y la profesión de su cliente, siempre de acuerdo a la última moda fotográfica de su tiempo.
De este modo, dos visiones diferentes intervenían en la creación de cada una de las representaciones que salieron de su estudio: la del retratado y la suya propia. Así, por ejemplo, mientras que la representación de niños requería que éstos fueran retratados con colores claros, la de mujeres jóvenes se obtenía incluyendo flores, buqueteros, jardines o barquichuelos en la escenografía. En los retratos femeninos, además, la indumentaria se convertía en acompañamiento monumental —por el diámetro y volumen de la falda, en Guadalajara sobre todo a comienzos de la década de 1870— e imprescindible, lo que justifica el hecho de que tanto De la Mora como otros fotógrafos de la ciudad contaran con prendas de vestir en su estudio para prestar a sus clientas, en caso necesario.8 Los hombres, destinados por tradición a las ocupaciones más “serias”,9 debían ser representados en compañía de libros, escopetas o chisteras, símbolos de autoridad elegidos en función de su edad y condición social.10
Así, entre fondos pintados, ropas particular y meticulosamente elegidas para la ocasión, y poses muy preparadas, el estudio del fotógrafo podía convertirse en una suerte de limbo, en un lugar y un tiempo suspendidos, en el que llegaban a camuflarse las diferencias existentes entre las clases sociales, al ofrecer los fotógrafos a sus clientes lo que Burke ha denominado una «inmunidad transitoria de la realidad».
“Tanto si son pinturas como si se trata de fotografías”, nos dice Burke,
[…] lo que recogen los retratos no es tanto la realidad social cuanto las ilusiones sociales, no tanto la vida corriente cuanto una representación especial de ella. Pero por esa misma razón, proporcionan un testimonio impagable a todos los que se interesan por la historia del cambio de esperanzas valores o mentalidades.11
Es decir, el fotógrafo retrata, además de personas, vestiduras y fondos físicamente reales, todo un conjunto de ideas que componen las mentalidades y habitus de la época y, en este sentido, su aportación a la historia de las ideas de las sociedades es invaluable.
Y eso es, precisamente, lo que mi inesperado encuentro “serendípico” con la fotografía de Pedro Magallanes en el mercado de antigüedades me proporcionaría. Quiero pasar a continuación a analizar detenidamente el legado del fotógrafo, para observar este y otros fenómenos y, con suerte, alcanzar algunas conclusiones.
Para ello, he reunido y clasificado la obra hallada por mí de Magallanes –toda ella extraída de la colección particular-familiar de las hermanas Gutiérrez Castellanos– en tres grandes grupos: los retratos de estudio de la burguesía, los retratos de estudio para el Registro de Domésticos —en cuyo análisis me extenderé más profundamente— y las fotografías, más íntimas y espontáneas, tomadas para el álbum familiar. Algunas de las últimas tienen una fuerte carga artística, pero, al haber sido encontradas en el espacio íntimo y cerrado del álbum de familia, he decidido mantenerlas en el tercer grupo.
4 El Registro de Domésticos es un conjunto de nueve libros que recogen más de cuatro mil fichas, cada una correspondiente a una persona concreta, que se desempeñó como empleada doméstica en la ciudad de Guadalajara en algún momento entre 1888 y 1894. Las fichas, además de incluir una descripción física de la persona, recogen su lugar de procedencia, su edad, su estado civil, su empleo y empleadores y su sueldo. Cada ficha cuenta, además, con una fotografía de estudio que retrata a la persona en cuestión. En ocasiones esta fotografía es de medio cuerpo, y en otros casos es de cuerpo entero. Las imágenes fueron tomadas por diferentes fotógrafos y cada empleado doméstico tuvo que comprar al menos dos, pues a su ficha en el Registro se añadía un carnet, con la misma información, en el que sus sucesivos empleadores podían ir anotando lo que consideraran conveniente acerca del desempeño de su empleado en su casa. Para más información, revisar el texto de Robert Curley citado en Camacho, 2006.
5 Con frecuencia los fotógrafos aprovechaban también el reverso de la fotografía impresa en papel albuminado para estampar elaborados sellos con su nombre y distintas decoraciones, y/o su dirección. En caso de haber recibido algún premio por su trabajo, como por ejemplo una medalla, también se reproducía con la estética de un grabado en metal.
6 Burke, 2005: 26.
7 El sociólogo Erving Goffman es el autor de este concepto, el cual define como el conjunto de “las insignias del cargo o rango, el vestido, el sexo, la edad y las características raciales, el tamaño y aspecto, el porte, las pautas de lenguaje, las expresiones faciales, los gestos corporales y otras características semejantes” que una persona acumula y ordena, en la medida de sus posibilidades, para presentarse ante los demás (Goffman, 1997: 35).
8 Si bien no descarto que esto sucediera, en el transcurso de mi investigación sobre vestido y moda tapatíos, y precisamente al revisar las imágenes del Registro de Domésticos, pude comprobar que, en la inmensa mayoría de los casos, las empleadas domésticas, fotografiadas por cualquier fotógrafo, llevaron puestos sus propios sacos. Esto se deduce del hecho de que todos son diferentes entre sí. Constaté la repetición de tres sacos, en seis fotografías. En los tres casos, se trataba de parejas de mujeres que trabajan para el mismo empleador, a partir de lo cual propongo que en esas ocasiones se trató más de un préstamo de doméstica a doméstica que de fotógrafo a doméstica.
9 Entrecomillo el término “serias” por el claro sesgo patriarcal que, producto de las relaciones de género de entonces, reviste.
10 Nos dice Leopoldo Orendáin:“La moda decretaba apegarse todo lo posible a la realidad en interiores y exteriores. Para conseguir esos ambientes se recurría a decorados teatrales. Fondos desvanecidos con montañas y bosques, jardines, fuentes, cascadas o lejanías donde campeaban castillos, palacios o templos […].
El ámbito que rodeaba al cliente, se procuraba que fuera en concordancia con sus aficiones, método de vida y profesión. Para conseguir esos efectos, había muebles con diversas combinaciones, de suerte que