La voz del corazón. Javier Revuelta Blanco
que conformar con una fábula muy elocuente que decía lo siguiente: existe una jerarquía celestial y otra terrenal que media entre esta y el resto de los mortales y se encarga de tomar las decisiones que afectan a la vida de las personas. Este relato permanece aún vigente en nuestros días y constituye el discurso dominante de la mayoría de las religiones. El mensaje original dice que el espíritu de Dios está dentro de nosotros. Sin embargo, se nos ha excluido de la ecuación. El espíritu pasó a ser algo externo procedente de algún lugar remoto. Para alcanzar a Dios había que estudiar su doctrina y cumplir con sus mandatos. Contábamos con su bondad y su misericordia, pero su cólera era terrible. Además, se excluía la experimentación soberana como vía de acceso a la divinidad. De este modo, Dios se convirtió en un juez supremo y las personas pasamos a desempeñar el rol de seres extraviados e indefensos.
Al crear un límite a la conciencia, las religiones se convirtieron en instrumentos de dominación y control social. De alguna forma, olvidaron su función original de ayudar a comprender la experiencia trascendente y guiar a las personas y a los pueblos sin interferir en su destino. Este escenario ha sido poco propicio para el desarrollo saludable de la espiritualidad. Nos ha alejado de nuestra esencia amorosa y nos mantiene cautivos de dogmas morales y sistemas arbitrarios de creencias. Por suerte, está cambiando a pasos agigantados.
La condición humana es desafiante y hermosa. Implica vivir una experiencia en la materia con plena conciencia de lo que eso significa. Como dice un proverbio anónimo: «La vida no es un problema para ser resuelto, sino un misterio para ser vivido». Para desentrañar este enigma y disfrutar de la vida al máximo, es necesario que comprendamos, aceptemos e integremos el espíritu en la dimensión física. Renunciar a la espiritualidad por prejuicios religiosos o devociones ciegas nos aleja de nuestra verdadera naturaleza humana. Las consecuencias están a la vista. Hemos perdido el rumbo y cabalgamos ciegos en un caballo que se ha desbocado. Negar nuestra esencia es como visitar un bello paraje en la naturaleza y pasarnos todo el día haciendo fotos o mirando el móvil. La vida se nos escurre entre las manos y no aprovechamos lo que tiene para ofrecernos. En cualquier caso, ser espiritual no es el objetivo. La finalidad es ser humano.
El origen de este libro
Durante muchos años, mi vida consistió en un ir y venir desde el mundo del espíritu al de la materia. Para mí, ambas realidades eran excluyentes, es decir, identificarme con una significaba negar la otra. Vivir exclusivamente en la materia me resultaba aburrido. Al principio, los placeres corporales y la ilusión de controlar la realidad me parecían atractivos. Sin embargo, la rigidez de la dimensión física terminaba por provocarme la sensación de estar aprisionado. Así que, llegado un momento, iniciaba un movimiento de liberación en la dirección contraria. Normalmente era la naturaleza la que me proporcionaba los recursos que necesitaba para conectar con mi esencia y recuperar la libertad que tanto anhelaba. No obstante, también utilizaba la meditación, la música, el yoga, la literatura, el reiki…
Permanecer en la dimensión espiritual de mi personalidad me resultaba muy atractivo. Mi creatividad no tenía límites y mi vida se llenaba de proyectos fantásticos. Esta situación presentaba un inconveniente: el aislamiento. Al cabo de un tiempo, comenzaba a sentir la necesidad de concretar todo aquello que mi imaginación había fabricado. Entonces me olvidaba de mi esencia y trataba de vivir exclusivamente en el plano físico. Esta alternancia resultaba muy frustrante, pero finalmente me llevó al equilibrio. Comprendí que lo que yo estaba haciendo era dar forma a un profundo anhelo que me trascendía. Si deseaba ser feliz, debía congeniar esta genuina aspiración con los límites que me imponía la realidad material. De esta forma, comencé a confiar más en mí mismo y a dejarme guiar por la intuición. Al rendirme al espíritu y comprometerme con la vida sobre la Tierra, el universo comenzó a ser generoso conmigo. Desde entonces siempre me ha concedido las oportunidades y los recursos que he necesitado para desarrollar mi misión.
A los siete años tuve mi primera experiencia extrasensorial. Una noche, después de mi lectura diaria, apagué la luz y me dispuse a dormir. En ese instante, una claridad blanca y brillante iluminó la habitación. Abrí los ojos pensando que alguien había entrado y encendido la luz, pero para mi sorpresa todo seguía oscuro. Cuando volví a cerrarlos, el resplandor apareció de nuevo. Me quedé sobrecogido y sentí algo parecido a un chorro de agua luminosa y clara. Era como un plasma que impregnaba mi cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Sentí que una presencia femenina me acompañaba y me protegía. Como si fuera un ángel o un guía que estuviera velando por mí. Al cabo de unos minutos, esa energía se fue como había venido y me quedé profundamente dormido.
Al cumplir los veinte años, comencé a sentir la presencia de seres inmateriales. Todo empezó en un campamento de verano en el que trabajaba como monitor. Un día, a eso de las dos de la madrugada, me despertaron unos extraños lamentos. Al principio pensé que alguno de los niños sufría pesadillas, de modo que me levanté y examiné las literas: todos dormían a pierna suelta. Intenté negar lo que estaba viviendo, pero los gemidos no se detenían. Al cabo de un rato comprendí que alguien, desde un lugar no manifiesto, me estaba intentando decir algo. El día anterior habíamos descubierto un yacimiento de fósiles. Quizás aquellos seres lamentaban que nos los llevásemos de un lugar en el que habían permanecido durante miles de años. Sentí rechazo y no pude comprender que habíamos profanado la tierra y las memorias que allí se guardaban. Cuando las voces se silenciaron, me quedé pensativo y finalmente me dormí. A la mañana siguiente no dije nada. Me pasé el día como ausente, pensando en los extraños gemidos y esperando impaciente la llegada de la noche. Sin embargo, no volvieron a manifestarse.
Desde entonces, mi percepción sensorial comenzó a elevarse de manera progresiva. Al principio, tímidamente, pero después con más rapidez. Llegado un momento, terminó por sobrepasarme. Mi existencia diaria se llenó de sonidos extraños. A veces me veía sorprendido por gruñidos, aullidos, sollozos o risas ensordecedoras. Asimismo comencé a escuchar palabras articuladas de seres que reclamaban mi presencia, me acusaban de traidor o de infiltrado, me amenazaban de muerte o me pedían que me fuera. También los había que solicitaban mi ayuda y manifestaban un profundo dolor. Sentía que unos me atacaban y otros me imploraban, pero no sabía qué hacer ni cómo defenderme. En cualquier caso, no podía ignorar lo que me estaba sucediendo, así que mi única salida consistió en aceptarlo. Más tarde empecé a registrar conversaciones que acontecían en lugares muy lejanos y a sentir cómo mi campo de energía era literalmente ocupado por entidades y seres que me acechaban de forma constante. Durante varios años estuve perdido en esta dimensión astral, influido por presencias que escapaban a mi control y a mi comprensión racional. Convivir con esto no fue tarea fácil. En ocasiones pensé que me estaba volviendo loco y hubo momentos en los que me planteé abandonar este plano.
Finalmente me decidí por entrenar estas facultades que por alguna razón se habían despertado en mí. Al principio no podía entender lo que me sucedía, pero a medida que me arraigaba en mi cuerpo y me hacía consciente de mi individualidad, mi visión se iba aclarando. Con el paso del tiempo descubrí que este espacio es un lugar de relación en el que la energía se mueve muy deprisa y en diferentes frecuencias. Comprendí que forma parte de nuestra personalidad y que el hecho de conectar con las almas que lo habitan no es aleatorio. En un primer momento, esta realidad se manifestó de forma desgarradora e incluso terrorífica, pero después empecé a comunicarme con entidades y seres que vibraban en frecuencias más elevadas y tuve el privilegio de vivir experiencias de gran belleza.
A los veintiséis años volví a sentir la misma presencia que me había visitado de niño. Era de noche. Caminaba por una avenida madrileña muy concurrida disfrutando del bullicio de una ciudad que siempre se mostraba abierta y diversa. De repente se produjo un resplandor que lo iluminó todo. El fulgor fue tan grande que miré hacia los lados pensando que otras personas también lo estarían viendo. Sin embargo, todo el mundo seguía ensimismado en sus tareas y nadie parecía darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Alcé la vista y vi que en el cielo se había abierto una gran fisura, como si alguien hubiera descorrido una cremallera. De esa fractura surgió una luz blanca y espesa que comenzó a derramarse sobre mí. Aquello parecía una película de ciencia ficción, pero al mismo tiempo me resultaba extrañamente familiar. Permanecí unos segundos sin moverme. Acto seguido escuché una voz femenina que me dijo