Operación Ave. Antonella Gattini
un funcionario de la OGO seguridad pregunta nuestros nombres y entrega a cada uno quince monedas con forma de planeta (corresponden a entradas para disfrutar distintas atracciones), cinco monedas de sol (podemos canjearlas por comida) y tres monedas con diseño de luna (para canjear por bebestibles).
Los gritos de emoción de niños y adultos surgen de todas partes. Este año la convocatoria fue mayor, no recuerdo haber visto este nivel de caos en versiones anteriores, pero me gusta que las personas disfruten y pasen un buen momento, considerando que no tenemos tantas instancias para hacerlo durante el resto del año.
Neit está impaciente y comienza a alejarse.
—¡Espérame, hijo! —Mi padre corre tras él y se mezcla con la multitud—. ¡Nos reuniremos a las ocho en punto en la entrada!
—¿Estarás bien por tu cuenta, Zabina? —La abuela Iade me mira—. ¿Dónde te juntarás con tus amigos de estación? ¡Tu abuelo y yo queremos ir a comer esos algodones cósmicos antes que se acaben! —Toma la mano al abuelo, quien parece todo menos entusiasmado; odia la Fiesta del Sol tanto como a la OGO.
—Quedamos en juntarnos en… eh… ¡allá! —Apunto hacia cualquier parte, pues mi único “amigo de estación” es Tasz y no hemos quedado en vernos—. ¡Mejor me voy para alcanzarlos!
Camino durante veinte minutos sin saber qué hacer, aún queda poco más de media hora para reunirme con Kay. De pronto, una oleada de gritos llama mi atención, proviene de la montaña rusa flotante. Nunca he entendido muy bien cómo puede mantenerse en el aire sin una estructura ni rieles. En cierta ocasión, mientras caíamos, Tasz me explicó que era gracias a los campos magnéticos, aunque los gritos, incluyendo el mío, me impidieron escuchar el resto. A diferencia de otros años, esta vez va en picada hacia el suelo y segundos antes de aterrizar contra el pavimento, se eleva en dirección al cielo.
Veo a lo lejos el acuario en cuatro dimensiones, quizá sería una buena idea esperar en esa atracción. Hay algo en ese lugar que me produce una sensación de tranquilidad, una dosis de calma me vendría perfecto en este momento. Al ingresar me doy cuenta de que el acuario es más grande que otras veces, se ve más nítido que nunca. Tenía razón Volk, el avance de la tecnología es impresionante, me pregunto qué harán el próximo año.
Permito que la cinta transportadora me lleve a través del túnel que simula cruzar por debajo del mar. Miro hacia arriba y me sorprendo por la cantidad de peces de distintos colores que se aprecian. De repente, en mi costado derecho aparece una gran sombra que opaca la luz. Al girarme descubro una gran ballena azul junto a su ballenato; pocos segundos después, los veo nadar a mi lado. Jamás había entendido lo gigantes que eran esos animales, durante un instante me siento ahí, como si aún existieran y yo surcara el mar a la par con ellos.
Escucho un agudo sonido que genera eco, retumba en el interior de mi cuerpo. Las ballenas se comunican, de alguna forma me siento parte de algo increíble, aunque mi alegría se transforma en tristeza con rapidez. Me apena pensar que la humanidad destruyó el hábitat de los animales hasta hacerlos desaparecer, el sufrimiento al que los sometimos durante siglos y la forma en que acabamos con casi todo lo bello de este planeta. ¿Por qué nos creímos con la facultad para hacerlo? ¿Por qué fuimos tan egoístas? ¿Por qué, si somos el animal más inteligente, no protegimos a los demás?
Mis ojos se humedecen al recordar las palabras en la carta de mi madre: “la Tierra antes era un lugar maravilloso para vivir”. Mientras vivo esta asombrosa, aunque ficticia experiencia, encuentro mayor sentido a sus palabras.
Me pierdo siguiendo una manada de delfines. Más allá, dos tortugas cruzan por encima de mí, ¡son tan increíbles! Me inundan las ganas de haber vivido en esos tiempos en que las personas tenían la posibilidad de ver a estos animales, ¡hasta bañarse en el mar! Si bien estamos muy cerca del océano, nadie de mi familia lo conoce, solo mi abuelo lo vio de lejos cuando era niño, antes de que levantaran murallas gigantes con barreras eléctricas para que la gente no acceda a la costa ni la contemple. Dicen que el mar está tan contaminado que el contacto con el agua resultaría tóxico, aseguran que nos alejan para cuidarnos. Sin saberlo, eran afortunadas las personas que contaban con hectáreas de áreas verdes, aquellas que solían tener selvas y bosques nativos, hoy muy poco queda de eso. Nunca he visto algo similar, aunque conozco escasos lugares, solo Lonolab, Veronia y todo lo que hay en medio de ambas: ruinas y tierra. Sé que quedan algunos bosques en ciertos sectores del planeta, pero lo más cercano que tenemos es un pequeño arbusto plantado en la plaza principal; ahora que lo pienso, da lástima. La falta de árboles provoca que el aire sea cada vez más tóxico, las personas que nacen con problemas respiratorios se ven obligadas a usar máscaras con oxígeno gran parte de su vida, y algunas no sobreviven.
Mis pies chocan con el final de la cinta transportadora, el recorrido ha culminado. Recién me doy cuenta de que solo faltan dos minutos para las seis, no puedo perder la oportunidad de hablar con Kay; además, no parece la clase de persona que quisiera hacer esperar.
Corro a toda velocidad hacia el carrusel de fuego y freno de golpe al llegar a la esquina de la caseta. Camino con lentitud hacia la parte de atrás para darme tiempo de recuperar el aliento. Ahí está Kay, sentado con la espalda apoyada en la caseta, mientras juega con una moneda de luna. Viste unos pantalones sueltos de cáñamo azul marino y una polera blanca de manga larga; el atuendo contrasta con su estilo habitual y le da un aspecto más relajado.
—¡Kay…! —digo con lo que me queda de aire.
—Hola, Zabina.
No me mira, sus ojos siguen fijos en la moneda, así que se genera un incómodo silencio.
—¿Has ido alguna vez al acuario en cuatro dimensiones? ¡Es sorprendente!
—Sí, no está mal. —Se encoge de hombros y me pregunto si a este chico le impresionará algo en su vida.
—Bueno, ¿y qué querías preguntarme?
Me acerco un poco más y dirige su mirada hacia mí, aunque su expresión es imposible de leer.
—Yo también la vi.
—¿A quién viste?
—Lo mismo que tú —baja la voz—, ya sabes… al ave.
—¿Me estás hablando en serio? —Sin demora, me acerco hasta sentarme a su lado—. ¿Cómo fue? ¿Dónde la viste? ¿Será la misma o habrá más? ¿Fue el mismo día que yo?
Kay levanta un poco las cejas al oírme preguntar hasta quedar sin aliento. Tras un instante, respiro profundo.
—Partamos por cuándo fue, ¿te parece?
—Fue el mismo día que tú. Al salir de mi casa, camino a la estación, comencé a escuchar un silbido muy agudo y repetitivo… era imposible que un ser humano emitiera ese sonido. Pensé que podía ser un fallo en la antena de mi pasaje, pero al girarme para confirmar, la vi. Estaba parada sobre la antena y me observaba sin dejar de emitir el sonido. Miré hacia todos lados, pero estaba solo, nadie más la veía. No sabía qué era hasta que extendió sus alas y voló hacia el cielo. Me quedé ahí de pie durante mucho tiempo, intentando buscar alguna explicación lógica… pero no la encontré. —Su expresión confusa me recuerda lo que experimenté junto a Neit.
—Te entiendo a la perfección. ¿Cómo era?
—Mmm… Su cuerpo era oscuro y tenía una mancha clara en el pecho, es todo lo que recuerdo… No sé cómo describir lo demás. —Su mirada regresa a la moneda.
Me pregunto si vimos la misma especie de ave, hasta que se me ocurre una forma de averiguarlo.
—Vamos a la casa de los pájaros, ¡ahí tal vez haya un vencejo!
—¿Un qué?
—Un vencejo, es el ave que vi. Quizá encontremos su holograma y sabremos si era la misma.
Entusiasmada ante la idea de averiguarlo, me pongo de pie sin dilación y estiro la mano para ayudarlo. Me mira con cierta ironía antes de entrecruzar sus dedos con los míos, noto que apoya con disimulo la otra mano para levantarse.