El dulce reato de la música. Alejandro Vera Aguilera

El dulce reato de la música - Alejandro Vera Aguilera


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de Espinoza en 1609, las consuetas de 1689 y la escasez de libros de coro que, aún a fines del siglo XVIII, parece haber caracterizado a la catedral,195 mi hipótesis es que las entonaciones debieron estar presentes en la institución en una proporción mayor a los estándares de la época y que, por esta razón, su sonoridad era diferente a la de catedrales más importantes como las de Lima o México, que contaban con una extensa colección de libros de canto llano o polifonía.

      Pero, aparte de describir esta práctica como he hecho hasta ahora, cabe preguntarse acerca del sentido que pudo llegar a tener para la institución y sus miembros. Desde luego, se trata de un aspecto muy subjetivo, pero creo que puede llegarse a entreverlo si se reflexiona sobre uno de los rasgos a mi juicio más sobresalientes de las entonaciones: su ambigüedad en relación con el medio o soporte. Al no requerir de «libro apuntado» resultaría discutible clasificarlas como música de tradición escrita; pero, al basarse en fórmulas preestablecidas que se hallaban estampadas en tratados y manuales de la época, sería igualmente problemático reducirlas únicamente a la tradición oral. Se trataba, por tanto, de un tipo de música mixto, que combinaba elementos de escritura y oralidad en una proporción similar. Por esta razón, las entonaciones presentan algunos elementos comunes con el canto llano sensu stricto y la polifonía sacra, como la tendencia a reproducirse en el tiempo sin las variaciones sustanciales que suelen experimentar las canciones que se transmiten solo oralmente. Pero también exhiben características que, según los etnomusicólogos, son propias de las músicas de tradición oral. Una de ellas consiste en que pequeñas diferencias sonoras, casi insignificantes cuando son miradas desde fuera, resultan esenciales para quienes las producen.196 Véanse si no las dos maneras de entonar el «Domine labia mea» -invocación inicial de maitines- que según Nassarre eran empleadas en torno a 1700: los clérigos de las catedrales lo hacían sobre la nota do, interrumpida solo por dos breves inflexiones descendentes hacia el si; los religiosos de los conventos, en cambio, extendían dichas inflexiones hasta el la, lo que les permitía diferenciarse de los miembros del clero secular (ejemplo 3).

      Ejemplo 3: Modo de entonar la invocación inicial de maitines en las catedrales y los conventos, según P. Nassarre: Escuela música, p. 179.

      El propio Nassarre trata detalladamente las diferencias o variantes que solían introducirse en la parte final de los tonos salmódicos, en algunos casos más importantes que la del «Domine labia mea». El cuarto tono, por ejemplo, solía terminarse como se ha indicado en los ejemplos anteriores, pero también de las siguientes formas (ejemplo 4).197

      Ejemplo 4: Diferencias para el cuarto tono salmódico según P. Nassarre: Escuela música, p. 183.

      Estas diferencias, que eran «irregulares» por el hecho de no terminar en la final propia del tono (mi), se empleaban con frecuencia en la época. Pero Nassarre advierte que no eran las únicas: «Otras diferencias, a más de las que van aquí puestas, suelen cantar algunas religiones, que por no ser necesario las dejo».198 Por tanto, es de suponer que cada orden religiosa -quizá incluso cada catedral o convento- introducía sus propias variantes, a fin de diferenciarse de otras congregaciones o centros y fortalecer entre sus miembros el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad. Estaban, diríase hoy en día, performando su identidad a través del canto.199

      Por esta razón, sería un error pensar que el uso del canto en tono se debía siempre a una carencia, ya fuera de libros o cantores. También era utilizado entre las órdenes descalzas o recoletas como signo de especial piedad y devoción -se verá en el capítulo siguiente-. Esto invita a matizar la explicación propuesta en las páginas anteriores para el predominio del canto en tono en la catedral de Santiago. Si bien a comienzos del siglo XVII su empleo pudo deberse a la escasez de libros de coro, como señaló Pérez de Espinoza en 1609, es posible que, con el tiempo, pasara a constituirse en una práctica tan asentada y propia de su identidad sonora que la adquisición de nuevos libros se hizo innecesaria. En tal caso, la contradicción que se advertía al principio entre la importancia del canto llano en la época y la ausencia de libros de coro en la actualidad sería solo aparente, puesto que aquellos con los que la catedral contaba -sin duda inferiores en número a los que poseían sus similares de Lima o México- eran los necesarios para llevar adelante su propia tradición musical.

      Se ha visto en las páginas anteriores que el canto «de órgano» o «figurado» debió estar presente en la catedral desde el siglo XVI, pero no parece haberlo hecho de forma regular hasta que el obispo Rojas instituyó una capilla musical permanente en 1721. En ese momento, esta nueva agrupación debía asistir a unas cincuenta fiestas de primera y segunda clase, más los cincuenta y un sábados del año para interpretar la salve. La polifonía constituía pues un bien escaso y, por lo mismo, debió connotar una especial solemnidad cada vez que era interpretada. A fines del siglo XVIII, en cambio, las festividades que contaban con música polifónica se habían hecho más frecuentes, pues la capilla debía prestar unos doscientos servicios al año.

      Ahora bien, durante los siglos XVII y XVIII era frecuente en las catedrales que los términos «canto de órgano» o «figurado» designaran dos tipos de música a varias voces: la polifonía renacentista (o compuesta a la manera del siglo XVI, en stile antico) y el repertorio moderno, que incluía un bajo continuo y más adelante incorporaría otras partes instrumentales obligadas. Aunque ambos eran empleados en las ceremonias litúrgicas, solían tener funciones diferenciadas que dependían de tradiciones locales, tal como se vio ocurría con el canto llano.200

      Por lo anterior, no deja de llamar la atención la total ausencia de polifonía renacentista en el fondo de música catedralicio, con la sola excepción de una misa de difuntos en stile antico a la que se hará referencia en el capítulo 4, al hablar de los entierros. A primera vista resulta inverosímil que la música de compositores como Francisco Guerrero o Tomás Luis de Victoria fuera ignorada en la catedral de Santiago o que el repertorio en stile antico estuviera limitado a esa sola obra. Pero una posible explicación se halla en la tardía constitución de la capilla musical. Si en las catedrales más importantes la obra de Guerrero y otros polifonistas del Renacimiento continuaba vigente dos siglos después de su creación, era en gran medida porque su capilla de música venía interpretándola ininterrumpidamente desde el siglo XVI y el repertorio era ya tradicional para la institución. Javier Marín, por ejemplo, afirma que las obras de Guerrero, Hernando Franco o Francisco López Capillas estaban tan sólidamente establecidas en la catedral de México que «la inercia de la tradición hacía que la introducción de nuevas piezas sustituyendo a las que se venían cantando desde hace décadas no fuese sencillo» [sic].201 Pero, con una capilla musical fundada en 1721 como la de Santiago, la situación pudo ser bien diferente, pues posiblemente no existía allí el «peso del canon polifónico», como Marín lo llama.

      La ausencia de polifonía en estilo antiguo podría también relacionarse con el carácter tardío del fondo de música catedralicio. Como ya se explicó, las partituras de la catedral comenzaron a conservarse aproximadamente de 1770 en adelante, pero de forma fragmentaria, y solo a partir de la década de 1790 lo hicieron de manera consistente. De hecho, las únicas partituras que pueden datarse antes de 1790 son un Minué del día 11 de marzo de 1767 (ACS 83b) y una Lamentación a solo (ACS 20) fechada en 1782.202 A estas podrían sumarse unas coplas que comienzan «Inflámese el corazón» (ACS 16), cuyo formato coincide con el de dicha lamentación, y quizá alguna otra, como se verá al hablar de los entierros. Pero el grueso de las partituras coloniales conservadas proviene de los años en los que Campderrós fue maestro de capilla (1793-1811), quizá porque fue el primero que devolvió a la catedral -al menos parcialmente- las obras que había compuesto o hecho interpretar durante su mandato, como ya se explicó. Así, las fuentes musicales disponibles son extremadamente tardías y se limitan fundamentalmente al repertorio en estilo moderno, con bajo continuo y partes


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