Juan Bautista de La Salle. Bernard Hours
la muralla», y no lejos de la casa de La Salle que él ocupa con sus hermanos. Esta proximidad le facilitará también «hacer preparar su alimentación en su casa». Las preocupaciones financieras no son extrañas en esta decisión, que permitirá algunos ahorros. Pero hay que meditar un poco sobre esta etapa decisiva. Al alquilar esta casa para hospedar a los maestros, Juan Bautista eclipsa a Nyel y a la
Dios, que gobierna todas las cosas con sabiduría y suavidad, y que no acostumbra a forzar la inclinación de los hombres, queriendo comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las escuelas, lo hizo de manera totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un compromiso me llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos. (Blain, 1733, t. I, p. 169)
La vocación de Juan Bautista nació, pero ella solo se le revelará de manera progresiva. En lo inmediato, Nyel se alegra porque le parece que su misión se realiza con facilidad. Como los maestros viven de ahora en adelante en la parroquia de San Symphorien, ¿por qué no proponer a su párroco que abra allí una nueva escuela? Juan Bautista asiente y la tercera escuela abre, seguramente, en los primeros meses del año 1680. Según Maillefer, «ella se volvió más numerosa que las otras dos en muy poco tiempo». Es muy seguro que haya que reclutar en ese momento a un nuevo maestro, lo que aumenta el grupo a seis, según Bernardo. Sus jornadas se comienzan a regular en horas fijas para la dormida y la levantada, la oración, la misa y las comidas. Desafortunadamente, se ignora todo de esos primeros maestros: su identidad, su origen, su calificación, su reacción frente a este primer reglamento de vida que se parece al de un seminario. La única indicación —bien rápida y bien vaga— que nos da Bernardo es su juventud.
A partir del comienzo de 1680, se hace evidente que Juan Bautista y Nyel no comparten las mismas prioridades. El segundo busca la misión que se le ha confiado: la fundación de escuelas gratuitas para los niños salidos de familias pobres. A inicios de abril de 1681, durante la Semana Santa, él va a Guisa. La ciudad, gracias a una fundación de María de Lorena, última
En efecto, con mucha rapidez, el joven canónigo juzga que la vida de los maestros no está aún bastante regulada. Los tres primeros biógrafos atribuyen esta situación una vez más a Nyel. Bernardo (1965) es el más concreto:
como el señor Nyel frecuentaba mucho, estaba casi todos los días en su escuela de San Santiago, e iba los domingos y fiestas para hacer asistir a sus escolares a la gran misa, y no permanecía casi nunca en la casa, no podía haber entre los maestros una verdadera conducta de comunidad tal como debía ser. No había ni orden, ni silencio, cuando él no estaba allí. Ellos comulgaban cuando querían y empleaban toda la mañana de las fiestas y los domingos corriendo y paseando a donde querían. (CL 4, pp. 35-36)
Aquí vemos cómo se forja a posteriori la «leyenda hagiográfica» (De Certeau, 1982). Volvamos, en efecto, al comienzo de ese año 1680. Los maestros que viven bajo el mismo techo ¿tienen el deseo de formar una comunidad? Ellos son laicos, célibes y católicos, probablemente. Aceptan su misión en su doble dimensión religiosa y profana: dar una instrucción a los niños para hacer de ellos buenos cristianos. ¿Por qué aceptan estar reunidos en el mismo techo? Muy seguramente porque esos jóvenes célibes ven allí ante todo el modo de vida más económico para ellos, tanto más que esperan ganar un salario, a fin de tener un ahorro. Se les impone regular su jornada: no es seguro que todos hayan adherido de la misma manera. No se sabe nada sobre la forma en que se apropian del modelo al cual se les quiere conformar. No es seguro que ellos tengan algún reproche contra
El mismo Juan Bautista no tiene aún en su mente el modelo de la comunidad religiosa, pero resulta evidente que para él toda forma de vida se debe regular. No se sabe cómo estaba organizada la vida familiar en su infancia. Hay inclinación a creer que los La Salle, aparentemente piadosos, si no devotos, habían puesto orden a las jornadas de sus hijos. Por el contrario, es seguro que en San Sulpicio, donde él vivió durante casi dieciocho meses, Juan Bautista hizo la experiencia de una vida regulada y que esta satisfizo su expectativa espiritual, tanto que para él no podría haber vida cristiana sin orden. Solo se puede suscribir lo que escribe Blain al respecto:
por muy joven que haya estado el señor La Salle, él fue un hombre de regla; la regularidad fue siempre el alma de su conducta, su virtud querida y la que él usaba para dar movimiento a todas sus acciones. Él había visto grandes ejemplos en el Seminario de San Sulpicio, y él mismo, primero, había obtenido los frutos.
Esta es la razón por la cual, cuando regresa a Reims después de la muerte de su padre para asumir sus nuevas responsabilidades frente a sus hermanos y hermanas, comienza regulando su vida cotidiana:
en su casa todo estaba señalado según horas, la levantada, la plegaria, la oración, las comidas, las lecturas espirituales, los ejercicios de piedad y las otras acciones de la jornada. En la mesa se hacían lecturas santas; y lo admirable es que el joven canónigo había sabido, con su ejemplo y sus maneras insinuantes, comprometer a sus tres hermanos que permanecían en su casa, a seguir un tren de vida que parecía más el de un seminario que el de una casa de particulares. (Blain, 1733, t. I, pp. 142-143)
Para los maestros, la puesta en orden se hizo en tres etapas. Según Bernardo, quien sigue seguramente la Memoria sobre los orígenes, desde finales del año 1680:
él duda si continuará arrendando una casa para ellos o si los hospedará en su casa, para tener manera de velar más de cerca sobre su conducta, y para hacerlos llevar una vida más regulada; porque, como él mismo lo dice, él no podía soportar sino con mucha pena que los maestros continuaran viviendo así y que se condujeran tan mal como lo hacían. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 36-37)
Pero si se sigue a Maillefer, Juan Bautista habría pensado en eso mucho antes en el curso del año. Sus dudas dependen de las reacciones de su familia: «él no veía cómo hacer que sus tres hermanos que vivían con él aceptaran esta proposición: temía las contradicciones de su familia que no siempre aprobaba sus proyectos» (1966, ms. 1723, CL 6, p. 40). Bernardo revela también otra razón, más íntima, sobre la cual volveremos:
él tenía una gran repugnancia para llevar a los maestros a su casa y una extrema dificultad para resolverse a eso […], él, que hasta el presente no había conversado sino con personas distinguidas, tanto por su cortesía como por el rango de honor que ellas tenían en la Iglesia o en el mundo. (Bernardo,