Ideología y maldad. Antoni Talarn

Ideología y maldad - Antoni Talarn


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los Derechos del Hombre y del Ciudadano, en la que se decía que: «los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». No fue hasta 1948 en que se estableció la Declaración Universal de los Derechos Humanos en la que de forma explícita se prohíben acciones como: la esclavitud, la tortura, los tratos crueles, inhumanos o degradantes y se instauran los derechos de movimiento, propiedad, pensamiento, conciencia, religión, opinión, expresión, educación, nivel de vida adecuado —vivienda, asistencia médica, alimentación, vestido, etcétera—.

      Pero los valores cambian con las costumbres y, con ellas, la conciencia moral de las personas. ¿Podría darse el caso, entonces, de que el valor de la igualdad llegase a cuestionarse y hasta a reformularse? Sin duda, puesto que estos valores están basados en pactos de mayorías y acuerdos de carácter social, bases que, ciertamente parecen de arenas movedizas (Safranski, 1997). Pero si así fuese, solo cabría considerarlo como un retroceso en el progreso de la humanidad, porque consideramos que la igualdad no es algo que ha de quedar circunscrito a nuestra época, sino que va más allá de la misma y no tiene vuelta atrás. De momento, afortunadamente, solo los más perversos proclaman la superioridad de unos sobre otros, y la igualdad es un valor incuestionable, aunque lamentablemente no universal.

      Cabe apuntar, aunque ya pueda deducirse de lo dicho, que esta definición del mal va más allá de lo que se considera legal o moral. En nombre de la legalidad se han cometido y se siguen cometiendo grandes tropelías, como la pena de muerte, la matanza de ballenas o los desahucios domiciliarios de los más desfavorecidos. Por lo que respecta a la moral, hay que señalar que esta no es ni universal ni igual para todos. La conciencia moral se configura en base a ciertos sentimientos; no es ajena a las costumbres, ni a los productos de la razón —creencias, ideologías, justificaciones— o de la sinrazón —delirios, deseos, fantasías—. La conciencia moral, entonces, puede ser algo muy particular, subjetivo, y estar sometida a errores.

      Por ejemplo, para los psiquiatras del sur de Norteamérica del siglo XIX, lo que era una inmoralidad no era la esclavitud, sino el no aplicar tratamiento curativo a los esclavos que querían huir, puesto que se los consideraba enfermos mentales afectos de drapetomania (Bynum, 2000). Para el capitalismo actual no es inmoral que las empleadas del textil de la India, México, Bangladesh y otros países trabajen en precarias condiciones y como esclavas por unos pocos dólares al mes (Dusster, 2006). Para el Estado español no es inmoral que, en caso de impago hipotecario, el banco se quede el inmueble y el deudor desahuciado siga manteniendo la deuda con la entidad bancaria.

      Confiar, exclusivamente, en la conciencia moral, la virtud, la bondad, la humildad, el raciocinio o los buenos sentimientos del ser humano es una quimera. No porque no existan, que sí lo hacen en la inmensa mayoría de las personas, sino porque la historia nos ha mostrado que, en no pocas ocasiones, estos no salvaguardan a los demás del daño y el dolor, es decir, del mal. La fe en nuestra parte Jekyll puede que nos sea necesaria, pero, lamentablemente, no nos resultará suficiente, como le sucede al protagonista de la historia de Stevenson y a la humanidad en general.

      Puede formularse, entonces, dado que todos somos iguales, un deber no relativo: el deber de no dañar al otro y el de evitar ese daño si nos es posible. Armengol escribe:

      Una ética elemental o primordial para nuestra época tendría que estar basada en el imperativo del respeto a todos para no causar dolor y daño, el mal. Tendría que ser una ética del deber, determinado por las consecuencias del mismo10.

      Armengol coincide aquí con Adorno, el filósofo —amén de músico, psicólogo y sociólogo— en la idea de un imperativo categórico negativo. Adorno (1966) escribe:

      Hitler ha impuesto a los hombres un nuevo imperativo categórico (…) el de orientar su pensamiento y su acción de modo que Auschwitz no se repita, que no vuelva a ocurrir nada semejante. (En este imperativo)… se hace tangible el factor adicional que comporta lo ético. Tangible, corpóreo, porque representa el aborrecimiento, hecho práctico, al inaguantable dolor físico a que están expuestos los individuos11.

      Por tanto, el mal es algo que no se debe repetir, su evitación es exigible. Hay que oponerse a cualquier tipo de mal, erradicarlo en lo posible. Estas condiciones de actuación no parten de la idea del bien, sino del quebranto que deviene de la maldad. Tampoco se basan en la confianza en la razón propia, sino en la contemplación del mal producido. Como señala Bonete (2017) es una ética heterónoma, no autónoma. Este imperativo es universal, es un mandato que afecta a toda la humanidad.

      Siguiendo con la ética, nuestro autor se sitúa claramente en la estela de Alberoni (1981) y Lindner (2006) al proponer una ética igualitaria, basada en los derechos humanos y rechazar la escala vertical del valor humano, en la que habría personas o grupos que poseerían más valor que otros, tal y como sucedía en la Edad Media o en la antigua Grecia.

      Este derecho a la igualdad no depende de ninguna característica individual, no se basa en hechos, ni en la errónea idea de que todos los seres humanos son idénticos en todos sus rasgos particulares, porque es obvio que no lo son. Es una idea moral, independiente de las aptitudes y condiciones de cada cual. Como señala Singer:

      El principio de la igualdad de los seres humanos no es una descripción de una supuesta igualdad real entre ellos; es una norma relativa a cómo deberíamos tratar a los seres humanos12.

      No son las características propias de cada cual —inteligencia, fuerza, personalidad, habilidades, raza, genero, edad, clase social, etcétera— lo que determina cómo debe tratarse a una ser humano, sino su condición de humano. Esa condición nos unifica a todos.

      Por desgracia, esta ética igualitaria aún es incipiente en muchos lugares del mundo y son millones los que viven sometidos a condiciones degradantes y humillantes que les causan graves males.

      2. Otras definiciones

      No son pocos los autores que, de un modo u otro, se aproximan o coinciden con Armengol en su definición del mal. En un compendio de diferentes tesis publicadas, Quiles y sus colaboradores escriben:

      […] el término maldad se emplea para referirse a acciones prototípicas de daño que implican un perpetrador y una víctima. De forma genérica se describe como el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a personas inocentes13.

      Como se ve, esta definición se acerca a lo dicho hasta aquí, pero contiene un idea que conviene matizar. No siempre el mal se ejerce de modo planificado. La impulsividad, al estilo Mr. Hyde, de la que hablamos en el capítulo anterior, puede tener, en algunos casos, un papel relevante en la expresión de la violencia y la maldad. Cuando los hooligans de dos equipos deportivos conciertan cita a través de las redes sociales para pelearse, la violencia y el mal que de ella deriva sí están planificados. Pero también se dan altercados entre hooligans, a veces con resultados gravísimos, —u otro tipo de peleas entre varones, en discotecas, por ejemplo— que no están planificados ni previstos de antemano y que se precipitan por nimiedades, en un contexto de mayor o menor tensión emocional. El lector de Stevenson recordará, por ejemplo, que Mr. Hyde no asesina al noble anciano de modo premeditado.

      Para Garrido el mal es equivalente «a la violencia injustificada hacia el otro para lograr algo que yo quiero14». El término «injustificada» nos parece esencial en esta definición. ¿Existe una violencia justificada y otra injustificada? ¿Cuándo se da una violencia justificada? Inmediatamente pensaremos en aquello que se conoce como legítima defensa. En un lenguaje cotidiano diríamos que en una acción defensiva puede emplearse la violencia si las circunstancias lo requieren, por ejemplo, si no se puede huir. Recordará el lector que en al capítulo anterior acordamos explícitamente que la violencia no es defensiva, sino intencional, atacante y dañina. Por ello, en una acción defensiva empleamos la agresividad o la agresión, no la violencia.

      La distinción puede parecer un tanto forzada o excesivamente académica, pero permite precisar con más claridad la idea del mal. El atacante emplea la violencia y lo hace en busca de algo, por algún motivo, como veremos en el capítulo siguiente. El que se defiende emplea su agresividad para no resultar


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