Ideología y maldad. Antoni Talarn
se suele aplicar a los agresores y no a los agredidos, aunque estos se hayan defendido con uñas y dientes, como se suele decir popularmente.
No existe por tanto la violencia justificada o justa (Sanmartín, 2008), si bien entendemos perfectamente el sentido con el que se usa este concepto. Aunque autores de renombre como Sorel (1908), Benjamin (1921), Fanon (1961) o Sartre (Santoni, 2004), han reflexionado sobre la violencia legítima y la han justificado, empleando el término violencia, nosotros preferimos hablar de agresión justificada. La violencia se da cuando la agresión se podría evitar, no cuando esta resulta insoslayable. De hecho, hay ocasiones en que es así, por ejemplo, en el caso de las revoluciones en los países colonizados.
Por ello, no comulgamos con las versiones más ingenuas del pacifismo a ultranza. Por más pacifista que se sea, es inevitable reconocer que las estrategias no violentas no siempre resultan efectivas. Arendt (2005)16 comenta que de nada hubiese servido la actitud de Gandhi contra Hitler o Stalin. Como se recordará, ya dijimos que la violencia es la antítesis de la agresión. Es evidente que de la agresión justificada se pueden derivar males para el que la recibe, pero si realmente esta agresión es legítima y defensiva, estos serán inevitables.
De todo lo anterior resulta la siguiente conclusión: toda violencia es mala, pero no todo mal —daño y dolor— deriva de la violencia. Nos explicaremos: sin duda, toda violencia genera un mal —daño y dolor—, pero este puede aparecer en función de otros actos, no necesariamente violentos. Por ejemplo, se dan males que derivan de una errónea praxis profesional —médica, jurídica, psicológica, empresarial, política, etc.— , pero en ellos la violencia no juega ningún papel. Villegas (2018) señala que «hacer las cosas mal» remite al concepto de mal como adverbio. La calificación como tal es formal, sin tener en cuenta sus intenciones ni consecuencias. Se trata del fallo, del error, que suele comportar, habitualmente, más el sentimiento de vergüenza que el de culpa. Hay males que derivan de la ignorancia o el desamor y estas no son condiciones a las que se pueda aplicar, con propiedad, el término violencia17. Hechas estas matizaciones cabe reconocer, no obstante, que la mayoría de los males sí están vinculados con la violencia, en una u otra de sus formas.
Por su parte, Zimbardo, desde la psicología social, define la maldad como sigue:
La maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre18.
Como vemos es una definición bastante cercana a la de Armengol, si bien contiene en su seno un aspecto que no podemos dejar de comentar. Se dice que se trata de un obrar dañando de forma deliberada a personas inocentes. ¿Acaso no podría, entonces, calificarse de maldad el maltrato, la humillación, deshumanización o destrucción de un culpable? Por fortuna no es así y las leyes de los países que respetan los Derechos Humanos no tratan a los culpables de delitos con castigos degradantes o humillantes.
La ética del deber ante otro igual, condición que no se pierde sean cuales sean los actos de ese otro, obliga a tratar al infractor con respeto y a no aplicar la ley del talión o la venganza sin más. Otra cosa es considerar que el culpable deba ser castigado o reprendido por sus actos. Pero el castigo o la sanción deben ejecutarse dentro del marco de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de acuerdo con los principios allí establecidos, que excluyen todo tipo de daño y dolor arbitrarios. Claro que una pena de prisión supone un dolor para el reo, un dolor que este no desea y, por tanto, un mal para el mismo. Pero se trata de un mal inevitable, puesto que la sociedad en su conjunto debe protegerse frente aquellos que violan las normas de convivencia, especialmente aquellas que protegen la vida y la integridad de las personas. En los sistemas democráticos, hoy por hoy, no se ha encontrado un sistema alternativo a la privación de la libertad19 y en todo caso esta pena debe ser proporcional al acto cometido.
3. La maldad es humana
Como es sabido, en el jardín del Edén había dos árboles, el de la vida y el del conocimiento. Este último, según parece, no contenía toda la sabiduría, sino específicamente el conocimiento del bien y del mal.
El Génesis relata que ni Eva ni Adán pudieron resistirse a probar su fruto y así, aun bajo la amenaza de muerte, sucumbieron a la tentación de la serpiente. No murieron de inmediato sino que perdieron la condición de inmortalidad y a partir de ese momento fundacional conocieron la vergüenza, el destierro, el dolor, el sufrimiento y también la maldad, puesto que, pasado un tiempo, uno de sus hijos asesinaría a su hermano.
Más allá de las múltiples interpretaciones20 que puedan hacerse de este mito, un detalle destaca con claridad: la maldad aparece al poco de ser concebido el ser humano. Lo acompaña, prácticamente, desde sus inicios. No porque vengamos a este mundo con un pecado original, sino porque nuestra inteligencia buscadora de conocimiento, tiene elección y nos da la opción de hacer el bien o el mal, o, como sucede muy a menudo, por no decir siempre, ambas cosas. La serpiente, en el fondo, no representa al diablo o a los otros, sino a un aspecto de nosotros mismos.
O acaso, dada la naturaleza de Eva, ¿tenía esta alguna otra opción, frente a la oferta de la serpiente? ¿Podían obviar Eva y Adán la sed de conocimiento que provenía de su capacidad intelectual? ¿Les hubiese sido posible conformarse con una existencia animalesca, desnuda y uniforme, alimentándose únicamente de los frutos del huerto? ¿Les hubiese parecido suficiente el paraíso, que Hegel (1807) describió como «jardín para animales»?
Creemos que no. De modo que, por lo que a respecta a nuestro tema, consideramos que el mito nos señala el estrecho vínculo que se da entre maldad y humanidad. El humano desea conocer, elevarse por encima de sus limitaciones, como le sucede al Dr. Jekyll, quien lleva sus experimentos y su sed de saber a un punto de no retorno, poseído por aquello que Zweig denominó, curiosamente, lo demoníaco21. Se paga, entonces, el precio que implica conocer el bien y el mal, sabiendo que se puede hacer lo uno y lo otro.
La condición humana se puede definir de muchas maneras, pero si hay algo esencial a lo humano, no cabe duda de que es nuestra capacidad intelectiva y su mayor fruto: el lenguaje. Ello nos convierte en buscadores, en seres curiosos que no se contentan tan solo con cubrir sus necesidades biológicas. Deseamos saber, no podemos evitarlo, se halla inscrito en nuestra naturaleza, probablemente en nuestros genes.
Aprovechamos el mito para señalar, entonces, una primera idea sobre la maldad: la maldad es algo estrictamente humano, consustancial a nuestra capacidad intelectual, a la razón22, a la posesión de voluntad propia, en definitiva, a la mente humana. Aquello que nos permite conocer el mundo, hacer ciencia, tener conciencia de nosotros mismos, generar las más bellas obras de arte, crear miles de idiomas y costumbres, es lo mismo que nos puede invitar a ejercer la violencia y la maldad contra nosotros mismos, contra los demás y contra el entorno en el que vivimos. El humano es Jekyll y es Hyde. La maldad, así como la bondad, derivan de nuestra capacidad mental, de la posibilidad de razonar, poseer conciencia de nosotros mismos, aprender y transmitir lo aprendido, imaginar, desear más allá de lo estrictamente necesario para sobrevivir en cuanto organismo, etc. Volveremos sobre este punto al final de nuestro texto.
En este sentido, cabe resaltar que la complejidad del psiquismo humano, además de su poderío cognitivo, se acompaña de otra característica fundamental: su marcado carácter relacional y, por tanto, su interdependencia con los demás. Ello implica que, por una parte, somos capaces de infringir el mal de modos muy sofisticados —con el lenguaje, los símbolos o las dinámicas sociales— y, por la otra, que somos muy vulnerables a la acción de los demás, no solo en lo material, sino también en lo simbólico y social. Sentirse despreciado, humillado, discriminado o estigmatizado es una de las peores cosas que le pueden ocurrir a una persona o colectivo.
Dicho esto, estimamos que ciertas teorías sobre el germen del mal y sus tipos no resultan aplicables a nuestra tesis. Por ejemplo, Echevarría (2007) propone una tipología de doce bienes y males diferentes —básicos, epistémicos, tecnológicos, etc.—. Aun siendo ideas muy sugerentes, no nos entretendremos en estas conjeturas puesto que, como hemos acordado, la maldad solo tiene un origen: el ser humano. No es la ausencia