Ideología y maldad. Antoni Talarn

Ideología y maldad - Antoni Talarn


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la constancia del mal en nuestro devenir. Es la propia humanidad y nada más aquella que determina y dirige su destino y sus acciones.

      La maldad es, pues, algo intrínsecamente humano. Solo existe en el dominio de la cultura humana. Los animales no la ejecutan, ni tampoco las fuerzas físicas naturales, aunque en ocasiones puedan causarnos grandes males. Los animales pueden ser muy agresivos y se han descrito hostilidades entre clanes de chimpancés, con relatos de homicidios, infanticidios y endocanibalismo (Martínez, 2010; Wrangham y Peterson, 1996). Pero suelen ser excepciones, provocadas por conflictos territoriales, y no la regla. A los animales no les es dado humillar, abusar, robar, ultrajar o torturar. Tampoco creemos que sea del todo correcto, como hacen estos autores, hablar de guerra entre animales. Aunque, como después veremos, los animales pueden tener su propia conciencia moral (Bekoff y Pierce, 2009) ello no equivale a considerar que sean conocedores de lo que implica el concepto del mal y mucho menos de su evitabilidad, característica de la máxima importancia. Tampoco, cómo ya dijimos, sería correcto atribuirle maldad, esto es, intencionalidad, a una inundación, un huracán o un seísmo.

      Otra cosa será considerar por qué el ser humano, colectiva y/o individualmente, ejecuta el mal, por qué razones o sinrazones acciona la violencia u otros mecanismos generadores del mal. La cuna de la maldad está en el ser humano, en su enorme potencial y en su libertad de acción, así como en su debilidad en forma de ignorancia o de pasiones (Arteta, 2010). Del mismo modo que este potencial se concreta en sabiduría, creatividad y bondad para elevarse por encima de sus limitaciones e intrascendencia, también dispone de muchos medios para poner en marcha el daño y el dolor, esto es, el mal.

      Terminaremos este apartado con unas frases de Kekes que consideramos muy ilustrativas y que nos servirán de antesala para el capítulo siguiente:

      Hay monstruos morales, pero son tan excepcionales como los santos morales. La mayoría de los hacedores del mal no son monstruos, son personas con inclinaciones comunes, como el egoísmo, la codicia, la agresión, la crueldad y otras parecidas. Sostienen una mezcla de creencias acerca de sí mismos y sus acciones, generalmente influidas por el autoengaño, por falsedades simples o ingeniosas, por circunstancias apremiantes y apasionados miedos, esperanzas y resentimientos, por las normas y expectativas de su sociedad, y por su historia personal23.

      4. Emociones, agresividad y maldad.

      En el párrafo anterior se combinan dos motivaciones humanas diferenciables pero interconectadas: los intereses y las emociones o pasiones. Ambas juegan un papel fundamental en la explicación de la conducta humana, tanto individual como grupal.

      El concepto de interés hace referencia a todo aquello que una persona o colectivo puede buscar por considerarlo beneficioso. Los intereses, cómo no, pueden estar desviados por la ignorancia, la ideología, las circunstancias o la emoción, pero suelen conceptualizarse como algo más racional y lógico que las pasiones. De la importantísima relación entre los intereses y la maldad nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Revisaremos aquí, por el momento, el papel de las pasiones en relación con la agresión, la violencia y la maldad.

      De acuerdo con Kant (1798) las emociones se podrían catalogar como «pasiones ardientes». Emociones que, al igual que una borrachera, le arrebatan a quien las sufre su capacidad de raciocinio. Tal como lo experimenta Jekyll con su descontrolado Hyde. No son calculadoras, ni flemáticas, ni secas. Son ciegas y se viven en el presente. A ellas dedicaremos este apartado.

      El mismo autor definió las «pasiones frías», procedentes de la cultura y adquiridas. Vendrían a ser lo que hemos llamado intereses. Estas anidan con fuerza en el alma, se orientan al futuro y son como un rio cuyo lecho cada vez es más profundo. Son calculadoras, previsoras y racionales. Aquí encontraríamos el afán por el poder, la riqueza o la grandeza. Sin duda, estos intereses se pueden vincular con el ejercicio de la maldad y a ellos nos referiremos más adelante. Los totalitarismos y dictaduras de diversos pelajes son los entornos en los que el deseo de poder se ejerce con más perversidad y maldad. El ansia de riquezas o la sensación de superioridad pueden convertirse en armas de destrucción masiva, verdaderos asesinos en masa, como veremos en los capítulos 11 y 15.

      Pero si hablamos, por el momento, de emociones o pasiones, hay que señalar que son innumerables los que podrían mencionarse en su posible relación con la violencia. El orgullo mal entendido, el egoísmo, los celos, la envidia, la vergüenza24, la avaricia, el aburrimiento25, la búsqueda de sensaciones, la falta de empatía y demás constelaciones personales pueden jugar un papel relevante en la predisposición y la precipitación de la violencia. En uno u otro momento de nuestro texto nos ocuparemos de algunas de ellas. Para empezar, mencionaremos las más primarias.

      De entrada, diremos que entendemos que las emociones son modificaciones del estado de ánimo, intensas, pasajeras, agradables o desagradables, que conllevan una cierta conmoción somática. A partir del célebre estudio de Darwin (1872) se suele afirmar que las emociones son universales, iguales para todos los seres humanos y que su base está determinada genéticamente, pero estas ideas deben matizarse.

      En la actualidad, se distingue (Tracey, Robins y Tagney, 2007) entre las emociones básicas, prácticamente universales y fácilmente reconocibles en la expresión facial, como la ira, la alegría, la sorpresa, el miedo y la tristeza; y las emociones autoconscientes como la vergüenza, la culpa, el orgullo o la humillación. Estas aparecen más tardíamente en el desarrollo personal, no poseen una expresión facial universal y vienen, en gran medida, determinadas por el entorno cultural.

      Por su parte, las emociones básicas como el miedo o la ira pueden modularse en función de los individuos y de la cultura en la que viven; por lo tanto, no es correcto decir que el miedo o la ira son iguales para todos los seres humanos. Como señala Tizón (2010), con respecto al miedo, una cosa es tener la capacidad para experimentarlo y otra, muy diferente, el sentirlo o no. La capacidad de tener miedo es sin duda algo heredado y biológicamente determinado. No así nuestras reacciones de miedo, que varían en función de la biografía, los aprendizajes, las condiciones ambientales, la cultura y otros muchos condicionantes.

      Los sentimientos —próximos a las emociones autoconscientes— podrían definirse como emociones cognitivizadas, según un resultado de la experiencia y de procesar esa experiencia en la conciencia (Tizón, 2010). Se considera que los sentimientos son más duraderos y estables que las emociones.

      Unos y otros pueden ser consecuencia de la maldad, pero también pueden ser su causa, según en qué circunstancias aparezcan y se desarrollen. Haremos un repaso muy somero por algunas de las más importantes emociones que pueden contabilizarse en este sentido:

      A. Miedo. El miedo puede definirse como la respuesta emocional ante la percepción de una amenaza. Suele decirse que tenemos miedo, pero Di Cesare (2017) señala que no es el sujeto el que tiene miedo sino que este se ve poseído, subyugado, doblegado por el miedo. El miedo, entonces, destruye la familiaridad del mundo y nuestra confianza en él, imponiendo la incertidumbre. El miedo invita a dos reacciones posibles, la huida o el ataque. Sin embargo, resulta que el ser humano en su distinguida, y tantas veces mal empleada, capacidad intelectual, puede reaccionar con miedo no solo a aquellas situaciones reales, que objetivamente lo provocan, sino también a muchas otras de carácter imaginario, inexistentes. Se producen, entonces, reacciones de ataque y defensa frente a supuestas amenazas; ya sean derivadas de una ideología que identifica a enemigos, —la caza de brujas del macartismo, por ejemplo—, o producto del psiquismo particular de un individuo como en el caso del paranoico que, sintiéndose acorralado, ataca a su imaginario perseguidor. En cualquier caso, el miedo suele ser una emoción más propia del atacado que del atacante. Cuando el ataque es real, el atacado puede desplegar una agresión defensiva justificada, como decíamos anteriormente. Cuando el ataque es imaginario, el supuestamente atacado puede convertirse en atacante y desplegar una violencia preventiva, por así decirlo, que el sujeto en realidad considera defensiva y justificada, que puede causar grandes males. En ambos casos, la ira, que analizaremos a continuación, puede estar presente.

      B. Ira. La ira es un estado emocional intenso que surge frente a estímulos desagradables, frustraciones, humillaciones o abusos. Puede conllevar, además de activaciones


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