Ideología y maldad. Antoni Talarn

Ideología y maldad - Antoni Talarn


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nos invita a preguntarnos con Baumeister (1997) ¿por qué no hay más mal que el que hay? La respuesta no parece sencilla y el autor se decanta por la hipótesis de que la mayoría de las personas puede refrenar y contener sus impulsos violentos y evitar así la provocación del mal. Pfaff (2015) sostiene que nacemos más preparados para la bondad que para la maldad, debido a nuestra estructuración cerebral derivada de la herencia filogenética. A estas ideas creemos que se pueden añadir varios factores2:

      1) Esta contención se basa en diferentes mecanismos: la propia conciencia moral; las normas y leyes que sancionan la violencia; los valores de las sociedades democráticas; el temor a las represalias legales y/o de los perjudicados; la mala imagen que tiene la violencia real en la sociedad; los preceptos religiosos que proscriben el mal al prójimo, entre otros.

      2) A pesar de la innegable atracción que ejerce sobre todos la violencia y la maldad, tan explotada por el arte, la ficción y los mass media, son mayoría los humanos que experimentan repulsión hacia los actos reales de maldad.

      3) Casi todas las personas tienden a cuidar a los seres más próximos con los que conviven, evitándose así el mal que proviene de la negligencia, el maltrato y el abuso.

      4) La mayoría de las personas no padece un trastorno mental severo que pueda posibilitar, como sucede tan solo en algunos casos, la agresión gratuita o la comisión de otros actos perjudiciales para sí mismos o los demás, en función de sus delirios, pasiones irrefrenables, impulsividad, falta de empatía o adicciones, por poner algunos ejemplos3.

      5) Las condiciones socioeconómicas que facilitan el desarrollo y mantenimiento de cierto bienestar —a nivel social, educativo, sanitario, etc.—, suelen actuar de relativo freno para las ideologías tóxicas que propician el fanatismo y la radicalidad, evitando, en alguna medida, el empleo de la violencia, los actos delictivos, la intolerancia religiosa o el racismo extremo, entre otros. Aunque hay actos de maldad en todas las zonas del mundo, resulta obvio que, en la actualidad, las zonas más deprimidas del planeta son aquellas que registran mayores índices de violencia4.

      6) La sublimación y desplazamiento del componente agresivo —o violento— del ser humano que se efectúa por medio de las actividades deportivas, empresariales, científicas, artísticas, etc., pueden tener un papel en la contención y limitación de la violencia y la maldad.

      7) En las actuales sociedades de masas, de perfil bajo en lo cultural y notablemente uniformadas en lo emocional —búsqueda de la felicidad, valor del individualismo, atractivo de lo novedoso, ideal del más y mejor, etc.— la sensación de falta de poder y fragilidad ante las estructuras del Estado inhibe, en gran medida, las respuestas violentas frente al sistema, las injusticias y los agravios. En terminología contemporánea podríamos decir que no nos sentimos empoderados. O, en otros términos, que padecemos «indefensión aprendida».

      Podríamos reflexionar mucho sobre los puntos anteriores. Cada uno de ellos daría para un ensayo detallado, pero no es este nuestro objetivo. Nos interesa el mal, no aquello que lo contiene o refrena. Dicho esto, prosigamos con nuestro propósito de describir los mecanismos por los cuales se activa el mal.

      Esta descripción será, por ahora, necesariamente sumaria. Consideramos que existen muchas formas diferentes de ejecutar el mal, las cuales resultarán más comprensibles si se explican en el contexto en el que se verifican. Por ejemplo, si afirmamos que, para que aparezca el mal, a veces es necesaria una deshumanización de la víctima, este concepto se entenderá de forma más cabal en el contexto del totalitarismo y su actividad propagandística. O, si señalamos que clasificar a las personas es un mecanismo muy peligroso, ello se comprenderá mejor al hablar de los genocidios. Sea como sea, en este punto citaremos algunos mecanismos generales y dejaremos para más adelante los más particulares o asociados con condiciones especificas.

      Empezaremos por despejar una cuestión muy importante: nadie nace malvado.

      1. La maldad no es innata

      Ni la bondad ni la maldad son innatas o derivadas de la fisiología cerebral. Es obvio que ambas necesitan unos mecanismos cerebrales para poder ejecutarse. De hecho, hay autores que, en base a la teoría de la evolución y a la neurociencia, consideran que nuestro cerebro está preprogramado para acciones bondadosas como la solidaridad, la empatía o el altruismo. La teoría del «cerebro altruista» de Pfaff (2015) es un buen ejemplo de este tipo de posicionamientos.

      Pero, aunque toda conducta humana precise una maquinaria material —cerebro, sistema nervioso, genes, músculos, etc.— para realizarse, parece claro que el ejercicio de la violencia y de la maldad no viene marcado y determinado por los genes, la herencia, el temperamento, las alteraciones cerebrales o la constitución antropomórfica. Lo que diferencia al Dr. Jekyll del Sr. Utterson no son los genes, ni tampoco su estructura anatómica cerebral. Desde luego, no han faltado, ni faltan en la actualidad, defensores de esta postura. Teorías caducas como las de Lombroso5 sobre el origen innato de la delincuencia, aún siguen teniendo cierto atractivo para algunos. Por ejemplo, hay quien sostiene que un análisis psicomorfológico del rostro (Álvarez, 2015) permite dilucidar cuestiones referidas al carácter, la imaginación, la predisposición al fanatismo o la planificación, la búsqueda de afecto y, cómo no, la tendencia a la maldad6. Otros llegan a afirmar, sin rubor, que hay quien nace malo, y que en algunas personas la maldad viene «de fábrica» (Tobeña, 2017).

      Se trata de afirmaciones tan categóricas como insostenibles. Por más que sus defensores pretendan sustentarlas en evidencias científicas, en realidad, no son tales. Ni en lo anatómico, ni en lo genético, se han podido hallar marcadores específicos que determinen que una persona tenga que ejercer la violencia y/o la maldad de modo imperativo. Cientos de estudios sobre la anatomía cerebral han identificado diversas áreas del cerebro relacionadas con la conducta moral (Pfaff, 2015; Tovar y Ostrosky, 2013) tales como: las regiones orbitofrontales y ventromediales de la corteza prefrontal, la amígdala, la circunvalación temporal superior, la corteza cingulada posterior, la ínsula anterior, las circunvalaciones angulares, etc. Pero, de momento, tanto esfuerzo investigador solo alcanza a establecer ciertas hipótesis poco relevantes como la «conjetura neuromoral» para el origen de la psicopatía o las de tipo sociobiológico sobre el porqué del terrorismo (Tobeña, 2005).

      Es que el cerebro humano, excepto aquel dañado por alguna enfermedad o malformación, no viene dado de antemano y fijado para siempre; la plasticidad cerebral hace imposible considerar al cerebro como un órgano sólido, aislado de su entorno y de las peripecias emocionales. Que se encuentren ciertas peculiaridades en las estructuras y engranajes neurales de algunas personas violentas, (Pardini et al, 2014) no demuestra que estas hayan nacido con las mismas, ya que también podrían ser consecuencia, y no causa, de las experiencias vividas. Muchos de estos estudios no valoran adecuadamente el peso de la biografía de los sujetos que analizan.

      Por lo que respecta a la genética hay que ser contundente: nadie es violento porque sea portador de una forma particular de un gen (Frazzeto, 2013). Las conductas complejas tienen un origen poligénico, es decir, en ellas intervienen multitud de genes diferentes. Asimismo, como es sabido, un gen puede ser responsable de más de un comportamiento. En la actualidad se han hecho célebres el gen MAO-A y el ADRA2B, ambos relacionados con la gestión de la serotonina. También son muy comentadas las influencias del síndrome XYY, la mutación del gen MAOA, el CHRNA2 y el OPRM1. Estos estudios, muy llamativos y pregonados con intensidad por sus autores, no suelen citar, sin embargo, la idea de que el factor ambiental puede afectar a uno o varios genes con múltiples funciones. La epigénetica, disciplina encargada de estudiar la relación entre los genes y el ambiente, queda fuera de sus consideraciones. La causalidad debe verse pues, siempre y para todo fenómeno, como circular: lo genético influye sobre la conducta; el ambiente y la conducta —propia y ajena— influyen sobre lo genético. Dicho esto, coincidimos con Ansermet y Magistretti en que, si nuestro cerebro es moldeable y plástico, ello implica que «estamos genéticamente determinados para no estar genéticamente determinados»7.

      ¿Significan todas las objeciones anteriores que no pueda haber unas personas más propensas a la violencia que otras? No. Pero la propensión antisocial, que suele asociarse con el sexo masculino, la


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