Ideología y maldad. Antoni Talarn
confundir «propensión» con «determinación», como hacen ya los que aspiran a la prevención de la delincuencia en base a evaluaciones cerebrales y genéticas, y que consideran que en los juicios a los delincuentes se deberían tener en cuenta estos factores, dejando de lado la cuestión de la responsabilidad subjetiva (Seguí, 2012). Como escribe Peteiro:
A la luz de los datos obtenidos hasta el momento, no existe ninguna base para sugerir un cribado genético para detectar a hipotéticos criminales natos ni ningún test genético que permita establecer un carácter criminal8.
2. La ineficacia de los mecanismos inhibidores de la agresividad ante la violencia humana
Como es bien sabido, entre los vertebrados superiores existen unos resortes innatos que impiden que las peleas entre los miembros de la misma especie —agresión intraespecífica— acaben con la muerte del contendiente más débil, lo cual resultaría poco útil para la supervivencia del grupo. Se trata de los mecanismos innatos de inhibición de la agresividad, propios de cada especie. Por ejemplo, la postura de sumisión de los lobos y perros —exponer el cuello, esconder la cola—; o en ciertos simios el mostrar las nalgas, desviar la mirada; o, en los chimpancés, ofrecer alimento o exhibir una cría9. Por lo general, en el reino animal estos mecanismos actúan adecuadamente y limitan el alcance y las consecuencias más graves de la agresión.
En el ser humano estos procesos también existen: arrodillarse, desviar la mirada, agrandar los ojos, suplicar clemencia, llorar, gemir, inclinar la cabeza, entregar las posesiones, etc., son acciones que buscan idéntico objetivo: aplacar al violento y evitar males mayores. El problema entre nosotros es que, por diversos motivos, estos no siempre funcionan con eficacia y la violencia se ejecuta sin freno alguno que la detenga. En parte es comprensible que así suceda, al ser mecanismos orientados a detener la agresión, no la violencia. Hay que lamentar, en este punto, que nuestra especie no se comporte más instintivamente. Los Mr. Hyde de turno, sobre todo los más impulsivos o sanguinarios, no se detienen ni ante los rostros de los niños, las crías humanas, como le ocurrió al personaje de Stevenson, incapaz de auxiliar a la niña que había arrollado. Es más, en algunos casos, como el relatado por Cáceres (1991), el rostro de una madre sufriente por la suerte de su bebé puede estimular aún más la crueldad del agresor, añadiéndole un plus de goce sádico al mismo.
Tres factores, estrictamente humanos, impiden la amortiguación de la violencia: las ideas, las emociones embriagadoras desatadas —que vimos en el capítulo anterior— y la tecnología.
Poco cabe dudar del poder destructor de las ideas y cómo estas inciden de manera considerable en los sustratos biológicos de las interrelaciones humanas. Frente a un sujeto embebido por una ideología cáustica de poco sirven los dispositivos que desactivan la violencia. Por eso, en base a las más diversas ideologías, se ha matado, torturado y masacrado a millones de personas, incluyendo niños, sin que las expresiones de miedo, terror y sumisión sean capaces de refrenar el poder demoledor de los fanáticos. Tanto es así que el terrorista que se autoinmola por unas ideas no solo ignora las señales inhibitorias de sus víctimas, sino que desactiva su propio instinto de supervivencia.
Por otra parte, hemos de tener en cuenta que el humano, si bien débil corporalmente, es muy poderoso cognitivamente. Este potencial le ha permitido crear numerosos artilugios que facilitan su existencia. La tecnología se ha empleado para suplir nuestra debilidad física y acomodarnos a un entorno en el que nos podría resultar difícil sobrevivir. Pero, por desgracia, o quizás para compensar la falta de arsenal físico de defensa y ataque —nuestras uñas, dientes y músculos son muy poca cosa en comparación con la mayoría de los vertebrados—, hemos desarrollado una tecnología armamentística capaz de matar y herir a distancia. La lejanía del otro no permite ver sus señales de apaciguamiento y, entonces, la violencia puede ejercerse sin cortapisa alguna. No es lo mismo contemplar el rostro de una persona a la que se hiere o asesina que lanzar un bomba que cae a kilómetros de distancia. Y aunque las denominadas armas cortas obligan a un mayor acercamiento a las víctimas, ello no es óbice para que se usen masivamente y con resultados fatales.
En este sentido, los etólogos (Lorenz, 1963) creen que nuestros instintos no han avanzado tan deprisa como nuestra tecnología y ello nos convierte en seres muy peligrosos, capaces, incluso, de destruir nuestro propio hábitat, y generar conductas claramente desadaptativas y perjudiciales para la supervivencia de la especie. La «euforia tecnocrática» (Roman, 2003) ha puesto en nuestras manos un poder que no estamos preparados para asumir de forma responsable, haciéndolo, así, altamente peligroso.
Personas cargadas de ideas, intereses y pasiones, en no pocas ocasiones emplearán las armas para satisfacer sus necesidades. Ante tal despliegue afectivo y tecnológico, los mecanismos innatos de inhibición de la agresividad tienen pocas posibilidades de ser eficaces. En realidad, la mayoría de los humanos, los que no estamos fanatizados ni poseídos por ideologías extremistas ni por pasiones incontroladas, no podemos contar con estos mecanismos protectores frente a la violencia de algunos de nuestros propios congéneres que sí lo están.
3. La maldad y la conciencia moral
Como veremos a continuación pueden describirse diferentes causas finales, por así decirlo, por las que se efectúa un mal evitable a los demás o al entorno. Son las razones por las cuales el mal se pone en marcha. En todas estas causas últimas opera, además de lo reseñado hasta aquí, una variable fundamental: la acción de la conciencia moral.
El concepto de conciencia moral es de larga tradición filosófica pero, en aras de la brevedad, seguiremos la definición ofrecida por Armengol que dice:
La conciencia moral del ser humano es la actividad de su razón cuando enjuicia lo que hace y deja de hacer con los otros o para con los otros en lo que se refiere a beneficios o perjuicios10.
Para nuestro autor, la conciencia moral está compuesta de dos partes: los sentimientos morales11 y las ideas o ideologías que crea o adopta la razón.
Hay algunas cuestiones importantes a repensar con respecto a la conciencia moral:
1) La conciencia moral se desarrolla con el tiempo y no se consolida de modo análogo para todos.
2) No es universal; no todos los seres humanos poseen la misma,
3) Está gobernada por los sentimientos, la razón y las creencias —costumbres, ideologías, doctrinas—.
4) Su funcionamiento es fraccionario, no absoluto.
5) La conciencia moral no es equivalente a la autocrítica.
Veamos con un poco más de detalle estos cuatro puntos.:
1) Que la conciencia moral no viene dada de antemano y se desarrolla en el interior de cada sujeto, en un marco evolutivo en función de la edad y las circunstancias, queda claro al observar a los niños y sus respuestas morales en diferentes momentos (Villegas, 2011).
2) Que no es universal, ni igual para todos, se detecta al constatar que diferentes personas, de un mismo entorno, expresan juicios morales distintos con respecto a un mismo tema. Ante una situación dada, pongamos por caso ante la petición de asilo de unos refugiados, no todos reaccionamos del mismo modo. Hay quien desea ayudarlos y hay quien los desprecia y rechaza palmariamente. La conciencia moral, probablemente, no es la misma para todos.
3) El influjo de las costumbres en la moral de cada uno es incuestionable. La compasión, por ejemplo, deja de funcionar en el padre que asesina a su hija por lo que se llama, en ciertos lugares, un «crimen de honor»12. Tampoco actúa la vergüenza en las autoridades de aquellos países donde se aplica la pena capital, un trato degradante a los reos o el rechazo a los inmigrantes y refugiados. Nuestros sentimientos morales cambian con el tiempo, la educación y las costumbres.
Que la conciencia está gobernada por las creencias queda fuera de toda duda porque la historia nos ha enseñado cómo la propaganda y el miedo pueden afectar a masas enormes de personas, que suspenden sus sentimientos morales de responsabilidad, respeto, afecto o culpa y se embarcan en acciones de extrema malevolencia. Glover (1999) señala