Alma. Irene Recio Honrado
—, pero echa un vistazo al teléfono de vez en cuando. Entiéndeme, esto es aburrido sin ti.
—Así lo haré, te lo prometo. Ahora tengo que colgar. Adiós Bibi.
—Adiós Lor. Te quiero amiga.
Colgué el teléfono y corrí al baño. Me lavé los dientes, la cara y me recogí la melena en una trenza algo nefasta. Bajé al piso de abajo y me dirigí a la salida a toda prisa.
—Desayuna por lo menos —dijo la voz de mi tía desde la cocina.
Giré sobre mis talones y asomé la cabeza por la puerta. Tía May estaba tras un gran periódico, con unas minúsculas gafas apoyadas sobre la punta de la nariz, mientras tomaba café.
—¿Qué significa todo este alboroto? —pregunté señalando con el pulgar hacia la calle.
—Les dije que viniesen hoy —dijo sin levantar la vista del diario.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo?
—¿No lo hice ayer?
Me acerqué a ella, cogí firmemente el periódico y lo hice descender para captar su atención.
—No —contesté cuando clavó sus ojos en los míos.
—Bueno —empezó mientras alzaba de nuevo el diario para enfrascarse una vez más en la lectura—, pues te lo digo ahora. Los chicos Tyler empiezan a trabajar aquí desde hoy. ¿Café, querida?
Resoplé y me pellizqué el puente de la nariz.
—Sí, creo que lo voy a necesitar —admití mientras cogía la cafetera y me servía una taza.
Me apoyé en la encimera mirando a mi tía. No me hacía caso, seguía concentrada leyendo las noticias. Lo curioso es que nunca la había visto leyendo el periódico. Sobre todo porque lo había detestado siempre. Pero bueno, supuse que un poco de información tampoco venía mal de vez en cuando. Escuché unos martillazos atronadores que venían de fuera y recordé que debía ponerme manos a la obra. Me tomé el café de un trago y me abrasé la garganta. Giré ciento ochenta grados buscando el fregadero con lágrimas en los ojos para beber agua y apagar el fuego de mi esófago.
—Lor —dijo mi tía a mis espaldas —. ¿Has notado o sentido algo raro estos días?
Abrí el grifo del agua y bebí directamente de allí. Cogí aire al terminar y me sequé la cara con la mano.
—¿Qué dices tía May? —grazné volviéndome hacia ella con la garganta aún dolorida.
Había dejado de lado el periódico y me miraba por encima de sus gafas. Me observó a mí, luego a la taza de café y negó en silencio.
—Digo —insistió—, que si te has sentido extraña estando aquí.
Recapacité durante un momento. Me había sentido observada el día anterior en el lago, pero no se lo iba a decir porque estaba claro que si lo hacía tendría que despedirme de nadar allí. Además, eso no tenía nada que ver con si me sentía o no extraña.
—No —contesté encogiéndome de hombros—. Es raro estar aquí sin Tom, pero aparte de eso, no. Nada.
Tía May iba a decir algo más, pero los martillazos de fuera volvieron a arremeter con fuerza. Salvada por la campana, pensé.
—Será mejor que salga a presentarme como Dios manda —dije recuperando poco a poco mi voz.
Mi tía resopló, estaba claro que no le gustaba todo aquel ruido pero estaba decidida a rehabilitar la finca y tendría que soportarlo.
—Sí—dijo recogiendo su taza de café y el diario —, ve. A ver si puedes hacer que todo este jaleo dure lo menos posible. Voy a preparar un ungüento para el señor Boots. Tal vez si me mantengo ociosa, ese condenado ruido pase desapercibido para mis delicados oídos.
Asentí, y salí a toda prisa. Cuando estuve en el porche me detuve a recapacitar. Lo mejor sería que fuese primero a por el mayor, Ethan, ya que el día anterior prácticamente me había encarado a él. Me disculparía por mis modales, luego buscaría a los otros dos y me presentaría. Con un poco de suerte, me ganaría la confianza del pequeño y le tiraría de la lengua para que me dijese lo que supiese de Tom. A los niños pequeños no se les daba bien guardar secretos. Me sentí un poco mal por pensar aquello; aprovecharse de un niño era algo mezquino, pero la vida es así.
Ethan estaba sobre una escalera en uno de los laterales del cobertizo, dando martillazos a diestro y siniestro. Llevaba unos tejanos y una vieja camiseta roja sin mangas que dejaba ver unos brazos musculados y curtidos. Me situé bajo la escalera y miré hacia arriba.
—¡Hola! —grité para que me oyese por encima de aquellos golpes.
El chico miró malhumorado hacia abajo. Estaba claro que no le gustaban mucho las interrupciones. Al verme alzó las cejas sorprendido y suavizó el gesto. Guardó el martillo en un cinturón para herramientas que llevaba consigo y bajó de la escalera. Cuando lo tuve delante, y sin estar yo enfadada como el día anterior fui consciente de su tamaño. Era enorme, me sacaba tres cabezas por lo menos. Tenía el rostro cuadrado gracias a unos prominentes pómulos y una mandíbula marcada, la nariz algo torcida hacia la izquierda y unas pobladas cejas castañas.
—¿Qué tal?— dijo amigable, mientras me tendía una mano enorme.
Se la estreché. Por suerte para mí no apretó su agarre, temía por la integridad de mis dedos.
—Hola, soy Lor. Siento lo de ayer —me disculpé—, creo que la situación me desbordó un poco. No pretendía ser tan maleducada.
—Tranquila, no hace falta que te disculpes —me dio una palmadita en la espalda que pretendía ser conciliadora pero que me dejó sin aire—. Hace falta algo más que una chica furiosa para tumbarme.
—No lo dudo —dije recobrando la compostura y la dignidad —. ¿Qué estás haciendo en el techo del cobertizo?—pregunté.
—Pues lo estoy desmantelando —dijo rascándose la cabeza y mirando hacia arriba —. Tu tía me ha dicho que quiere construir uno nuevo cerca del camino de entrada.
—Sí, así es, pero antes tenemos que sacar la furgoneta. Pretendo repararla.
—Ya está fuera —señaló hacia el gallinero, la furgoneta estaba allí vigilando a los gallos en el más absoluto silencio.
—¿Pero cómo?—me sorprendí—. Si no arranca.
El enorme muchacho se echó a reír con una sonora carcajada.
—Tiene ruedas, así que la hemos empujado. Mi hermano Jack entiende de coches. Seguramente pueda ayudarte.
—Claro, empujando. Qué idiota, ni siquiera había pensado en eso —dije, abatida. Sin duda acababa de quedar como una imbécil.
Ethan me observó durante un instante y negó con la cabeza.
—No te preocupes, es normal que pienses en…—dudó durante una fracción de segundo pero se recompuso rápido—otras cosas más importantes —terminó.
Fruncí el ceño y clavé mis ojos en él, tal vez lo pondría nervioso y diría algo. El chico captó mi mirada y se incomodó. Sin embargo lo que hizo fue mirar hacia el gallinero y entrecerrar los ojos. Seguí el rumbo de su mirada.
—¡Eh, Jack! —gritó—, ¿has echado ya un vistazo a ese montón de chatarra?
—¡Ahora iba a hacerlo, no seas pesado! —contestaron desde el interior del gallinero.
—Maldita sea —susurró Ethan, que se volvió nuevamente hacia mí—. ¿Por qué no te acercas al gallinero y le exiges a mi hermano que haga algo de una vez?
—¿Que haga algo con mi montón de chatarra, dices? —dije poniendo los brazos en jarras—. Claro.