Alma. Irene Recio Honrado
nuevo tampoco era asunto suyo. Me dirigí sin despedirme hacia el gallinero. Cuando había dado seis pasos volví a escuchar los martillazos de Ethan a mis espaldas otra vez.
Llegué a la furgoneta y deslicé la mano por el capó.
—Tranquila preciosa, yo no creo que seas una chatarra —le dije como si se tratase de Herbie—. Te vas a poner bien.
—Para eso tendrá que resucitar —dijo una voz a mis espaldas.
Me volví. Del gallinero salía Jack, el mediano. Acunando más de una docena de huevos entre los brazos. Tenía el pelo revuelto y con plumas. No era tan alto ni ancho como Ethan, pero también me sobrepasaba en altura. Su rostro era más dulce que el de su hermano, pero mantenía el mismo patrón de mentón que le daba esa rigidez cuadriculada, aunque tenía la nariz algo más pequeña y recta.
—Todavía no la he examinado a fondo —continuó mientras se acercaba—, pero me gustan los retos. ¿Qué tal? Soy Jack.
—Lor — me presenté—. ¿Es que tienes síndrome de zarigüeya? —dije mirando todos los huevos.
Jack los miró también y luego sonrió.
—Me encantan. Además, tu tía dijo que podía cogerlos. No os los estoy robando.
—No me importa que te los lleves —aclaré—, solo me ha sorprendido que cogieses tantos.
—No puedo coger solo para mí. En casa somos cinco, y no sé si has visto bien a mi hermano Ethan, pero cuenta como dos personas.
Reí por el comentario y volví la vista hacia Ethan, que seguía aporreando el tejado del cobertizo, ajeno a nosotros.
—Sí, lo entiendo perfectamente. Entonces, ¿crees que podrás… resucitarla? —dije volviendo al tema de la furgoneta.
Jack la inspeccionó con la mirada ensanchando el pecho pero sin soltar los huevos, como si fuese un pintor examinando un lienzo en blanco.
—Sí, creo que podré con ella. Dejo los huevos a salvo en nuestro coche, y me pongo manos a la obra.
Dicho esto se alejó con paso firme hacia su camioneta y me dejó allí plantada como si fuese una más de las gallinas que pululaban libremente por la zona, ya que se había dejado la puerta del gallinero abierta. Suspiré, y empecé mi labor reconduciéndolas a todas de vuelta a su corral. Cuando terminé de guardar hasta el último gallo, (habían tres) escuché a JB relinchar. Automáticamente pensé en el último de los Tyler, Sam. Debía estar dándole paja porque no lo había vuelto a ver desde que me había asomado a la ventana. Cogí aire y me dirigí al cercado del caballo.
Como me imaginaba, el pequeño de los tres hermanos estaba reabasteciendo a JB.
Empujaba la carretilla cargada hasta los topes por la arena del cercado. Y el caballo lo seguía ansioso. Abrí la verja y entré.
—¡Espera! —grité mientras corría hacia él para alcanzarlo.
El chico se giró en mi dirección, sonrió y esperó a que me reuniese con él.
—Deja que te ayude —pedí.
Torció el gesto molesto, cogió la carretilla y empezó a empujarla nuevamente.
—Soy un hombre —dijo a la defensiva—, puedo con esto. No necesito que me ayudes.
Había herido sus sentimientos. Genial Lor, te estás cubriendo de gloria.
—Lo siento —me disculpé. Al final de ese día acabaría pidiéndole perdón a toda la familia Tyler—, no pretendía ofenderte. Sé perfectamente que puedes tú solo, pero tus hermanos no me dejan ayudarles en nada y ya no sé qué hacer —mentí.
El comentario hizo mella y el chico frenó su avance.
—Sí, sé lo que se siente —comentó—. Se creen los mejores, pero no molan tanto como se piensan.
—De momento el que más mola eres tú —sonreí—. Me llamo Lor, encantada de conocerte.
—Sé muy bien cómo te llamas, Tom hablaba maravillas de ti —se tapó la boca con la mano al darse cuenta que había dicho algo que no debía.
Al escuchar la mención de mi hermano, un aguijonazo doloroso me atravesó el corazón, pero traté por todos los medios que no se notase. Porque no quería que Sam se sintiera culpable y porque necesitaba que el chico me contase más cosas. Debía estar preparada para mantener una postura indiferente.
—No te preocupes —dije quitándole la mano de la boca—, me entristecería más pensar que no se acordaba de mí. Estábamos muy unidos ¿sabes?
—También lo sé— miró hacia el suelo y removió la tierra con la bota avergonzado—. Pero nos han dicho que no te hiciésemos recordar, porque te ponía triste.
Me agaché un poco para poner mi cara a su altura y sonreí.
—¿Me ves triste? —pregunté.
El niño me miró seriamente al principio, sopesando mi sonrisa. Como vi que no estaba seguro, bizqueé adrede para hacerle reír. Funcionó. Se carcajeó y se relajó.
—Me llamo Sam —se presentó al fin.
—Encantada de conocerte, Sam.
—¿De verdad? —dijo sonriente, luego frunció el ceño como si se le estuviese escapando algo—. Ayer no parecías muy encantada —concluyó.
—Ya, bueno, digamos que ayer fue un día intenso —pensé en voz alta, Sam me miraba curioso esperando que dijese algo que pudiera comprender —. Creo que JB está hambriento —dije cambiando de tema—. No nos quita los ojos de encima.
Funcionó; el niño se giró y miró al caballo. Una vez más, JB pareció entender lo que pasaba y se acercó a nosotros resoplando, captando totalmente la atención de Sam. Agradecí su ayuda palmeándole el lomo.
—¿Tú podrías enseñarme a montar? —preguntó— nunca lo he hecho.
—Si no tienes miedo, es fácil.
—No lo tengo — dijo muy seguro de sí mismo.
Reí.
—Sí, eso ya lo veo. Si es lo que quieres te enseñaré, pero que sepas que soy una profesora exigente.
Sam asintió complacido y juntos emprendimos el último tramo hasta el comedero de JB, con éste a la zaga. Descargamos la paja y el caballo prácticamente zambulló la cabeza en ella y empezó a comer.
El niño miraba ilusionado a JB. Los remordimientos me aguijonearon, ¿Cómo me iba a aprovechar de la inocencia de un niño? Sam era encantador, de aspecto dulce con su pelo castaño cortado a lo casco, y su viejo mono tejano tres tallas más grande. Tendría que hacerlo si sus hermanos no arrojaban luz alguna sobre el tema de Tom. Decidí dejarlo como último recurso.
—Primera lección —dije cogiendo su mano y colocándola de la forma correcta—: para palmear a un caballo ahueca la mano como si cogieses líquido con ella y dale así la palmada.
El chico asintió y obedeció.
—Quédate un rato con él, así empezaréis a conoceros. Si le das de comer con tu mano, ponla plana para que no te muerda por accidente, y nunca te pongas detrás de él. ¿Entendido?
—Entendido —dijo seriamente, como si lo que le acababa de decir fuese una lección magistral.
Cogí la carretilla vacía y me alejé de allí rumbo a la casa. Cuando salí del cercado vi la Pick-Up de Cyrus aparcada junto al porche. El vaquero estaba en la entrada del cobertizo hablando con Ethan, que estaba sentado en el tejado. Me acerqué a ellos para curiosear.
—Hola —saludé, aparcando la carreta.
—Hola, preciosa —respondió