Alma. Irene Recio Honrado
eso —se limitó a decir.
—Sí, eso —repetí molesta—. Tú quieres que las conozca, ¿no es así? Anoche casi me las cuentas. ¿Por qué no lo hiciste?
—Querida no se trata de lo que yo quiera, me temo. Sino de lo que crea tu madre que podría pasar si lo supieses.
—¿Qué quieres decir? Son solo historias, ya sabes, folclore popular, como diría ella.
Vi cómo se le tensaban las comisuras de los labios en un tic de crispación, sabía que no soportaba que describiesen “sus” preciadas leyendas de esa manera. Intenté con esto que estallase y me contara algo para defender que no eran historias de viejas. Pero lo que hizo fue peor. Se levantó de la silla me puso una mano en el hombro y dijo con fingida indiferencia:
—Será mejor que dejemos el tema por hoy.
—¿Qué? —grité levantándome de un salto.
—Hablaré con tu madre. Es todo lo que puedo decir.
—¿Para qué? ¿Para pedirle permiso? —espeté indignada.
—Es lo justo, eres su hija.
—¿Lo justo? ¿Y qué hay de Tom? Se saltó la dichosa norma y desapareció. Quiero saber todo lo que hay detrás. Lo justo es que yo lo sepa, para eso he venido. ¡Maldita sea!
No la dejé que me respondiese. Atravesé la cocina en dos zancadas y subí de tres en tres los escalones hacia el piso de arriba. Llegué a la habitación de mi hermano y entré como un vendaval. Fui directa a la cama presa de la ira que sentía hacia el silencio de mi madre y todo aquel secretismo que rodeaba a la desaparición de mi hermano mayor. Cogí las sabanas y las sacudí en busca de cualquier cosa que nadie hubiese visto, tenía que haber algo en alguna parte. El colchón se agitó por culpa de mis tirones enfurecidos pero no me dio respuesta alguna. Seguí con la almohada, desgarré la funda sin tan siquiera pararme a pensarlo. Nada. Estampé la lamparilla de la mesita de noche contra el suelo de un manotazo y saqué los cajones, vacié la ropa interior de Tom a mis pies y rebusqué pero tampoco había respuestas ahí. Fui derecha al escritorio y tiré de la cajonera también. No encontré más que bolígrafos, lápices y unas tarjetas de la biblioteca del pueblo.
—¡Maldita sea! —maldecí.
—¿Has terminado ya?
Me volví de inmediato. Tía May se encontraba en el umbral de la puerta, me había seguido y había sido testigo de mi vergonzoso comportamiento, y yo no me había dado ni cuenta.
—Encontraré algo —dije a la defensiva con el orgullo herido.
—Estupendo —respondió seriamente—. Mientras eso ocurre, ordena este estropicio otra vez. Te esperaremos abajo para comer.
Apreté la mandíbula y tragué saliva. Mi tía lo tomó por un sí, y salió cerrando tras ella. Cuando me quedé sola, tomé unos minutos para serenarme. Le había montado una escenita sin querer, y había hecho el ridículo. La habitación había quedado hecha un desastre por mi culpa. Mientras me sobreponía a mi mal carácter empecé a recoger aquel caos sintiéndome una completa inútil.
Cuando estuve lo bastante entera, bajé. Tía May estaba en el porche y ya lo tenía todo listo. En aquel momento estaba poniendo sobre la mesa una gran fuente de ensalada.
—Lo siento —dije a sus espaldas.
Se secó las manos con un trapo que llevaba colgando de la cintura y se volvió hacia mí, con el rostro serio, pero no estaba enfadada.
—Entiendo tu frustración, cariño. Pero debes mantenerte lúcida. Son tiempos complicados para nosotras.
No entendí muy bien lo que quería decir con eso, pero asentí. Estaba claro que la desaparición de Tom nos había afectado a todas de manera nefasta. Tía May se acercó a mí y me dio un abrazo. Se lo devolví agradecida, hacía mucho tiempo que nadie me abrazaba para reconfortarme. Mamá había dejado de hacerlo cuando ocurrió lo de Tom. Unas pequeñas lágrimas se deslizaron sigilosas por mis mejillas.
—Jolín —me quejé limpiándome la cara cuando me soltó—. Desde que he llegado no hago más que llorar como una niña.
—Bueno —dijo sonriendo dulcemente— ve a lavarte la cara y ves a ver a los chicos. Creo que tienen una sorpresa que darte.
—¿Una sorpresa? —pregunté.
Tía May ensanchó su sonrisa y alzó las cejas una sola vez. Corrí al baño para refrescarme un poco la cara. Lo cierto es que me daba igual como me viesen los chicos. Aquella mañana ya había llorado delante de ellos, y no les había importado. Pero mi tía pensaba que llorar delante de la gente no era digno de una Blake.
Cuando me hube adecentado un poco corrí a reunirme con los chicos. Llegué casi a la entrada de la finca donde se suponía que estaría situado el nuevo cobertizo. Ethan ya había delimitado el perímetro de la construcción y estaba afianzando los primeros maderos. Sam lo seguía con la caja de herramientas por si necesitaba algo, mientras observaba a su hermano mayor muy concentrado.
—Hola chicos —saludé—. Ya veo que avanzáis a grandes pasos. ¿Dónde están Cyrus y Jack?
Los Tyler alzaron la cabeza al verme, pero no me respondieron. El mayor y el menor compartieron una mirada cómplice y sonrieron.
—¿Qué pasa? —quise saber.
El atronador ruido de un motor pasado de revoluciones a mi espalda me sorprendió. Me volví de inmediato. Cyrus y Jack se aproximaban a nosotros a gran velocidad en la vieja furgoneta de tía May, que rugía fieramente bajo el control de Jack, que sonreía enloquecido mientras que Cyrus, a su lado, se carcajeaba sujetándose el sombrero para que no se le volase por la ventanilla.
Al llegar junto a nosotros, Jack frenó y tocó el claxon (uno muy estridente) antes de parar el motor.
—¡No puedo creerlo! —exclamé acercándome a Jack que en ese momento bajaba de la camioneta—. ¡La has arreglado!
—Pues créetelo —respondió sonriente con las manos en los bolsillos, cerrando la puerta del piloto de una patada.
—¿Pero cuando? —pregunté.
Jack se encogió de hombros como si fuese evidente.
—Cuando hemos llegado me he puesto manos a la obra.
—¡Caray, qué rapidez!
—Te lo dije —intervino Cyrus, que también se había bajado de la camioneta y observaba la obra de Jack muy satisfecho—. Son Tyler, son unas bestias. Incluso con la mecánica.
—Bueno —se explicó Jack—, ya tenía las piezas que faltaban cargadas en nuestro coche. No te he dicho nada porque quería darte una sorpresa.
—Lo has conseguido desde luego —admití.
—¡Chicos! —Gritó tía May desde el porche—. ¡La comida está lista, venid aquí antes de que se enfríe!
Nos fuimos a comer y tras la charla de sobremesa todo el mundo volvió a sus tareas. Cyrus se marchó al pueblo a buscar más plantas para tía May, y ella se metió en su habitación de preparados. Los chicos volvieron a la construcción del cobertizo y yo, como en aquellos momentos no podía ser de gran utilidad, fui a ocuparme de JB. Aquel día no lo había ido a ver ni una sola vez.
Al llegar al cercado el animal se acercó a saludarme en silencio. Entré dentro y le acaricié el hocico.
—Vaya, vaya. Cualquiera diría que me has echado de menos, mala bestia —le susurré.
Como respuesta se apartó bruscamente de mí.
—Ya decía yo —mascullé acercándome al bebedero.
Apenas le quedaba agua así que abrí la llave de paso y se lo llené. Me aseguré de ponerle