De Saint-Simon a Marx. Hernán M. Díaz

De Saint-Simon a Marx - Hernán M. Díaz


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de los poderes reales, autonomía tanto más reducida cuanto más importante o definitoria era la tarea a desarrollar. Por eso decía Marx, y se comprueba hasta el día de hoy, que los cargos “oratorios” se le podían adjudicar sin problema a la izquierda, mientras la economía quedaba (y queda) siempre en manos de la derecha.

      La creación de esa clase política, sin funciones específicas en el aparato productivo, ociosa como dice Saint-Simon, podía establecer determinadas tensiones, más o menos visibles según el momento, con la clase económicamente dominante. Nacida a su amparo, rehén permanente de los que pagan los impuestos y, por lo tanto, pueden hacer funcionar (o impedir que funcione) la maquinaria del Estado, la clase política siempre fue y sigue siendo, en términos generales, una gerenciadora de los negocios de la burguesía. Pero no se puede dejar de observar esa distancia, ese conflicto siempre latente entre ambos grupos, que se puede hacer más patente en los momentos más críticos de la historia de un país. Contra esta tendencia originaria del nuevo régimen se pronuncia Saint-Simon. Observa esa cesura y la impugna, sin ver que es la única manera como la burguesía puede ejercer el poder. En cierto modo, el pensamiento de Saint-Simon tiende al corporativismo, lo cual ya se dejaba entrever en el llamado a la constitución de un comité pro-Newton en las Cartas de un habitante de Ginebra: las clases sociales deben tener una representación directa en el Estado, y por su rol social deben ser los productores (patrones y obreros juntos, pero los primeros liderando “naturalmente” a los segundos) los que tengan en sus manos la dirección del nuevo régimen político y económico.

      En este sentido, el supuesto “error” de Saint-Simon no es más que la visión propia de quien pretende que los gobiernos que encabecen la sociedad naciente representen directamente a la clase que tiene el poder real, para poder desarrollar una política económica en beneficio del conjunto de la población y no solamente en beneficio de los dueños de los medios de producción. Pero lo más llamativo es que a ese grupo intermedio de legistas y metafísicos los llame “burgueses”, en oposición a los “productores”. Innegablemente, el proyecto que ideó Saint-Simon con respecto al capitalismo era utópico, quizá tan utópico como el proyecto del liberalismo económico, al que Pierre Rosanvallon (2015: 38), con toda justicia, llama “liberalismo utópico”. En cierto modo, hay muchos puntos de contacto entre ambas doctrinas cuando conciben un mundo futuro de multitud de pequeños propietarios, sin fortunas rocambolescas y mayorías obreras, idea que circula en el liberalismo desde Rousseau hasta Proudhon. Pero los liberales apostarán a una lucha central en torno de la idea de libertad y a una absolutización del individuo con respecto al sistema. Si bien Saint-Simon también habla de libertad en sus primeros escritos, aunque siempre subordinada a la organización de la sociedad, paulatinamente se abstiene de usar ese término. Como veremos más adelante, sus discípulos desarrollaron un cuestionamiento profundo a la utilización política de esa noción.

      [Saint-Simon] es el punto de arranque tanto del positivismo moderno como del socialismo moderno, los cuales se inician así como movimientos claramente reaccionarios y autoritarios. (Hayek, 2003: 195)

      A todas luces, Saint-Simon no es todavía socialista, acepta la propiedad privada y rechaza la comunidad de bienes, pero ha empezado a poner en circulación una serie de ideas y conceptos que se irán transformando paulatinamente en una dirección diferente a las ideas liberales. Lo que ya señalamos sobre la opción entre producción y propiedad marca un camino de pensamiento que tendrá una clara herencia en el socialismo marxista. Los liberales podían no alarmarse demasiado con esa dicotomía en cuanto la producción, en Saint-Simon, todavía podía entenderse como la política que beneficiaba a los dueños de las casas comerciales, para usar su mismo lenguaje. Si es así, dirían los liberales, las contradicciones entre producción y propiedad se solucionarán en el seno del Estado y a través de mecanismos abstractos donde nadie coarta a nadie. Pero si pensamos que hoy en día la producción de alimentos y medicamentos está limitada por la propiedad de patentes, que la reproducción de bienes culturales está condicionada a los derechos de autoría, que la industria en los países atrasados está restringida por las presiones de las empresas multinacionales y las políticas de protección de los países centrales, entonces se puede ver claramente que no se puede optar por la producción por sobre la propiedad sin cuestionar consecuentemente el régimen político imperante. La contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción fue señalada por Marx y Engels como la contradicción más abarcativa y más general que caracterizaba la tendencia del capitalismo al colapso, es la contradicción entre el contenido real de las necesidades de los seres humanos y la forma que adopta la producción en el régimen de la burguesía. El socialismo ha privilegiado siempre las necesidades por sobre las leyes que la regulan. El origen de esta elección se puede rastrear en Saint-Simon.

      Otro elemento fundamental en el mismo sentido es el internacionalismo. Se observa en la evolución de Saint-Simon algo que señaló Eric Hobsbawm (1998): los años que van entre la Revolución Francesa y la revolución de 1848 marcan la transformación del internacionalismo burgués en internacionalismo proletario. El primero se observó en general en la pretensión muy francesa de que se iniciaba un período global (universal) de advenimiento del capitalismo y en particular en las campañas de Napoleón, que no sólo llevó el Código Civil a Europa sino que generó, en oposición a él, gérmenes de liberalismo en cada país. Y más adelante en la constitución de asociaciones conspirativas: la Joven Italia, la Joven Alemania, la Joven Irlanda, agrupadas todas en la Joven Europa. Pero ese “internacionalismo burgués” se fue desvaneciendo ya desde la Restauración, si es que alguna vez pudo tener solidez práctica, chocando con el nacionalismo propio de cada burguesía, que buscaba ser la única beneficiaria de las ventajas comparativas de su país, distribuir la plusvalía apropiada en su territorio y contar con un Estado propio para recibir los subsidios de los que se creía merecedora. Desde su nacimiento, el liberalismo quiso contar con la ayuda del Estado para mantener el orden del pueblo oprimido, para controlar el destino de sus impuestos y para beneficiarse con ellos. El “internacionalismo proletario” nace con Saint-Simon y con el linaje de pensamiento que él inaugura. Como ya citamos, en Del sistema industrial declara querer mejorar la suerte de la clase que trabaja con sus brazos “no solamente en Francia, sino en Inglaterra, en Bélgica, en Portugal, en España, en Italia, en el resto de Europa y en el mundo entero”. Justamente porque, como dijimos, no comprende el nuevo rol del Estado es que Saint-Simon piensa los problemas sociales más allá de sus fronteras y dirige su mirada a la humanidad en general. Sus ideas se van a expandir tras su muerte, bajo la forma de una religión, por toda Francia, Bélgica, Alemania e Italia. La misma forma organizativa religiosa, que analizaremos en otro capítulo, heredada del cristianismo, le permitió a esta ideología hacerse transnacional, a diferencia de otros reformadores sociales de carácter francamente revolucionario, como Auguste Blanqui, cuyo horizonte político no superaba las fronteras de Francia.

      Otro de los puntos fuertes


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