El puzle de la historia. José Escalante Jiménez

El puzle de la historia - José Escalante Jiménez


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castaño, barba poblada, ojos melados, aire marcial y nariz regular, como se nos describe en su filiación en el expediente personal de reclutamiento. En el mismo documento aparece como su oficio el de fotógrafo, igual que el de su padre, profesión que abandonará posteriormente una vez licenciado. Fue destinado al regimiento de infantería Álava n.º 56, ingresando en el servicio el 1 de julio de 1921.

      El 23 de septiembre embarca con su compañía a bordo del vapor Vicente la Roda con rumbo a Melilla, a cuya plaza llega al día siguiente acampando en el barrio del Real. Su primera misión consistió en escoltar un convoy a Tirra, Corona y Sidi Almaran.

      En días sucesivos participará en similares cometidos. El 4 de octubre, su batallón es trasladado a la ciudad de Nador. Entra por primera vez en campaña en un ataque a los rifeños en las mesetas de Ygun, el 6 de noviembre. A partir de este momento, José Durán participará con bastante frecuencia en combate, interviniendo en la ocupación de Tauria Amet y Cadul y, posteriormente, de Tauria-Zatg.

      En 1922 su batallón formará parte de la columna que organiza el general José Sanjurjo, que ocupará Idar Buxada, Casas Quemadas e Idar Azugat, donde, aunque el enemigo opone una resistencia tenaz, la columna conquistará numerosas posiciones a lo largo de ese año.

      El período más duro para nuestro personaje tendrá lugar en 1923. En ese año, José Durán se unirá, junto con su compañía, a una nueva columna, a cargo esta vez del coronel Félix de Vera, compuesta además por un batallón del Albuela 26, otro del África 68 y una compañía del grupo de regulares del Alhucema n.º 5. El objetivo era la toma de las lomas de Yebel Argot, donde las fuerzas españolas serán fuertemente hostigadas por los rifeños, resultando finalmente del enfrentamiento un gran número de muertos y heridos. Esto ocasiona la retirada de la columna a su campamento en Tafersit.

      Tras esta acción bélica, su compañía quedó reservada en los siguientes meses para la escolta de convoys, aunque este tipo de servicio no estaba exento de peligro. Prueba de ello fue el asalto que sufrió por tropas marroquíes el 8 de octubre, en el que perdió la vida el teniente coronel Antonio Pastor Cano.

      Tras ser relevada su compañía el 24 de noviembre por fuerzas del regimiento de infantería África n.º 68, José Durán se embarca de regreso a la península, donde permanecerá en un acuartelamiento de Málaga hasta ser licenciado el 30 de junio de 1924.

      Esta es, grosso modo, la aventura vivida en la guerra de Marruecos por nuestro personaje, miembro de una de las más afamadas familias de fotógrafos antequeranos. La saga la inicia Genaro, con su laboratorio en calle Santa Clara, quien se anunciaba en la prensa local como especializado en fotografía artística. Aunque sabemos que nuestro personaje, su hijo José, ejercerá también la fotografía, el verdadero sucesor será su hermano Emilio, quien trabaja primero con su padre y posteriormente se instala de manera independiente en la calle Lucena, hasta que en 1950 se traslada a Motril. De Emilio Durán se conoce una extraordinaria producción artística, destacando una importante serie de fotografías urbanísticas que reflejan fielmente la Antequera de su época. Así mismo, sabemos que realiza un importante reportaje en el Archivo Histórico, donde su cámara capta los más significativos documentos de nuestra memoria histórica.

      La tradición la continuaron un hijo suyo, Genaro Durán Pedraza, quien tenía su establecimiento en la plaza de San Sebastián, y el hijo de José –nuestro héroe de la guerra de Marruecos– Francisco Durán Gutiérrez, que tuvo su estudio y laboratorio en la calle Lucena.

      Confiamos en que todo el material fotográfico producido por esta familia, que refleja más de un siglo de actividad, no se pierda y algún día pueda ser reunido en el lugar que le corresponde por derecho propio, el archivo de nuestra ciudad, donde, junto a privilegios rodados y reales cédulas, las viejas placas y las fotografías sirvan para conocer mejor la historia de Antequera y mantener viva su memoria.

      La historia del moro

      En la segunda mitad del siglo XVIII, concretamente en 1756, Antequera se vio conmocionada por un trágico suceso. La aparición del cadáver de un joven, encontrado por unos pastores en las cercanías del actual Cortijo del Romeral, con claros signos de violencia, dio lugar a la incoación de unos autos y a una investigación por parte de la justicia de la ciudad.

      El examen del cadáver por parte del cirujano confirmó que el joven había muerto de forma violenta, ahogado, y presentaba además evidencias de haber sido violado. Por tanto, se presentaban en este caso dos graves delitos, asesinato, en concreto infanticidio, y violación, este especialmente perseguido en el ámbito cristiano y ya condenado desde el Concilio de Elvira, que en su canon 71 propone la pena de excomunión para “aquellos que cometieran actos nefandos, privándoles de la comunión a la hora de la muerte”. Iniciada la investigación, todo parece señalar a un guineano al servicio del marqués de la Peña, llamado Vergel y conocido como Almanzor. Este es detenido y conducido a las dependencias de la cárcel real de la ciudad, donde es interrogado por la justicia, confesando haber cometido el crimen.

      Además, se daba la circunstancia de que meses atrás había sido encontrado en la portería del convento de Nuestra Señora de la Victoria, en la calle Fresca, el cadáver de otro joven que presentaba similares señales de violencia que el ahora descubierto, sin que en su momento se hubiera podido encontrar ningun sospechoso.

      Probablemente presionado por los funcionarios –la tortura en esta época era un elemento común en los interrogatorios y especialmente cruel la practicada por la autoridad civil–, el reo confiesa no solo ser también el autor de este otro crimen, sino además de la violación y muerte de tres niños más; aunque estos jamás llegaron a ser localizados, a pesar de que el guineano Vergel explicara el lugar donde había ocultado sus cadáveres.

      Tras celebrarse un sumarísimo juicio, se dictó sentencia en los siguientes términos:

      [...] debo condenarle y le condeno a que sea sacado de la cárcel real de esta ciudad donde se halla atado a la cola de un caballo, el cual lo arrastre por las calles públicas hasta llegar a la Plaza Alta de esta ciudad donde sea puesto en una horca de tres palos hasta que naturalmente muera y ejecutado así le sea cortada la cabeza y la mano derecha, y el resto de su cuerpo sea arrojado en una hoguera de llamas de fuego, que a este fin este prevenida y en donde permanezca hasta que del todo se consuma y reduzca a cenizas las cuales se distribuyan en el aire, para que no quede de él aun esta leve memoria y después la expresada su cabeza clavada en una alfajía y puesta en el camino que de esta ciudad va al cortijo de la Peña y sitio más inminente al que se encontró el cadáver de Juan de Dios (uno de los niños), y la expresada mano derecha sea clavada en otra alfajía y puesta en la calle Fresca y sitio donde se encontró el cuerpo muerto de Juan Muñoz, de donde nadie la quite ni dicha cabeza pena de la vida [...].

      Tras la correspondiente notificación, se señaló el día para su ejecución: el 29 de julio de 1757. Previamente se había dado traslado a la Hermandad de la Caridad de tal señalamiento, ya que esta cofradía era la encargada de asistir a los condenados a muerte.

      El día del suplicio, la hermandad en pleno organizó una procesión desde su capilla en calle Estepa hasta la cárcel real. La comitiva estaba encabezada por el hermano mayor de la hermandad, D. José de Tejada, D. Francisco de Tejada y D. Juan Matías del Viso, portando el estandarte de la cofradía. Tras ellos, seguían el resto de los hermanos, portando cirios verdes y a continuación una imagen de un Cristo crucificado, con dos faroles a los lados portados por sendos eclesiásticos. La procesión discurrió por calle Estepa, plaza de San Sebastián y cuesta de Zapateros hasta alcanzar la plaza Alta, donde se disponía el cadalso frente a las casas capitulares. El espacio se encontraba circundado por doscientos soldados de la milicia de la ciudad con el objetivo de mantener el orden entre la


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