Entre bestias y bellezas. Michael Edward Stanfield

Entre bestias y bellezas - Michael Edward Stanfield


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sí era digna de llevar corona de reina debido a sus encantos”,24 prueban que la belleza del cuerpo femenino era más visible y apreciada por los ojos masculinos en la costa tropical que en las más frías y recatadas regiones andinas.

      Una maravillosa historia social de las danzas festivas que se realizaban en Cartagena a principios del siglo XIX, escrita por el general conservador Joaquín Posada Gutiérrez, ilustra el color y las jerarquías de casta representadas en las danzas mismas y alude a las raíces africanas de lo que se convertiría en el actual concurso de belleza. Posada (1797?-1881) era nativo de Cartagena y escribió a mediados del siglo XIX basándose en sus recuerdos de los bailes que se llevaban a cabo a principios de siglo durante las celebraciones en honor a la santa patrona de la ciudad y el Carnaval. Su relato, vívido y ameno, ilustra cómo las sociedades coloniales tardías y las republicanas tempranas reforzaban las jerarquías de casta en sus danzas, tanto a través de un ritual de orden social como abriendo espacios en entornos menos formales que propiciaran la mezcla de colores y las aventuras. El relato de Posada también sugiere que las raíces de los concursos actuales en Colombia y las Américas se hallan en las culturas africana y europea.25

      Independientemente de dónde se realizaran, los bailes que Posada describió caracterizan una sociedad sumamente consciente y ordenada por color, clase y casta. El primer día de la novena antes de la celebración del 2 de febrero, día de la Virgen de la Candelaria, un gran salón de baile se llenaba de bailarines en el siguiente orden: 1) el baile de las mujeres blancas puras, las llamadas “blancas de Castilla”; 2) el de las “pardas” o mulatas libres; y 3) el de las “negras libres”. Solo las mujeres de clase alta y con cierta vestimenta podían participar en este baile de élite, una regla que era “entendida por todos”. Curiosamente, este orden reflejaba la ideología colonial de la “limpieza de sangre” de los blancos, ya que ponía de relieve la importancia de ser libre en una ciudad íntimamente implicada en el comercio transatlántico de esclavos. Además, la casta de las mujeres, no la de los hombres, determinaba el orden de los bailes, lo que subraya el papel de la mujer en el establecimiento de los parámetros del honor familiar y social, así como en el futuro de su descendencia en el sistema de castas.26

      Los bailes al aire libre, más populares, seguían la pauta de la élite al obedecer el orden de participación por castas. Comenzaban los blancos, seguidos por los mulatos, los negros libres, los esclavos o la “gente pobre” y los indios. De nuevo, miembros destacados de cada casta dirigían cada grupo hasta que, finalmente, los jóvenes, los pobres y los descalzos podían unirse a la diversión. Las danzas incluían el bullicioso y sensual currulao de origen africano y su ritual de posesión de espíritus, semejante al que se practica en la religión candomblé, y el aun más erótico mapalé y su canto a Eros; la más discreta gaita indígena; una cuadrilla española y un vals “hispanizado”. Los bailes y la música tendían a reforzar las nociones estereotipadas de cultura: el africano se percibía como más sensual; el indígena, más contenido y derrotado; y el español, más ordenado.

      Las blancas que no pertenecían a la élite, o “blancas de la tierra”, quienes carecían del prestigio y el pedigrí para recibir una invitación de las “blancas de Castilla”, evitaban los bailes callejeros populares y los inevitables chismes ofreciendo sus propios bailes en casa, a los que invitaban a sus superiores blancos y a “cuarteronas” (mujeres con un cuarto de sangre africana o indígena). Las cuarteronas eran las fabricantes de cigarros, costureras y modistas de la ciudad, y se las describía de “piel entre madreperla y canela, ojos claros y dientes perlados”. Tanto los hombres blancos de la élite como los de menor rango se escabullían para bailar y juguetear en privado con las cuarteronas. Cada uno de estos bailes y lugares reflejaban jerarquías de clase y color, pero también abrían un espacio social para trascender las barreras formales de casta.27

      El 2 de febrero llegaba el clímax de los ocho días previos de juerga y la población vestía sus mejores atuendos para honrar a Nuestra Señora de la Candelaria. La élite sacaba sus pesadas telas de terciopelo bordado, las damas se ataviaban con faldas holgadas, crinolinas, medias de seda y montones de joyas de oro, esmeraldas y perlas. La gente joven prefería las galas menos restrictivas que la Revolución Francesa había puesto de moda: pantalones, camisas y zapatos con cordones en lugar de hebillas. Quienes no podían pagarse esos lujos llevaban ropas de telas más comunes, pedían prestadas joyas y perlas falsas y se conformaban con enchapes de plata.28

      El carnaval seguía de cerca a las celebraciones del 2 de febrero, y nuevamente la participación se ordenaba por casta y nivel social. El último domingo de la temporada de Carnaval, grupos competidores de “negros bozales”, o esclavos africanos de nacimiento recién traídos, organizaban celebraciones y desfiles, cada uno con su propia reina y rey, princesas y príncipes, y su corte real. Las celebraciones evocaban su África natal, pero también ubicaban a los participantes y espectadores en América, reavivando la tradición monárquica africana, mientras que reflejaban las tensiones y la búsqueda del orden en una sociedad colonial americana y esclavista.

      Las familias reales no vestían atuendos africanos, sino europeos, pues los propietarios de esclavos les prestaban las mejores ropas y joyas para adornar a “sus” esclavos en una ronda más de competencia de las élites y emulación popular. Las reinas llevaban joyas de oro y coronas profusamente incrustadas, que valían su libertad y la de sus familias, en esos cortos días en que “los esclavos eran casi libres”. Solo las reinas y reyes podían llevar sombrillas para cubrirse —otro símbolo de estatus en África—, mientras que las princesas llevaban guirnaldas de flores en la cabeza, pues se les prohibía usar sombreros. Una vez finalizada la competencia de los diferentes grupos y familias reales, devolvían la ropa y las joyas, y los esclavos tenían días libres hasta la misa del Miércoles de Ceniza, luego de la cual las reinas volvían al “agudo dolor moral y las penas físicas de la esclavitud”.29

      Esta rica descripción apunta a varias conclusiones. Primero, los propietarios de esclavos utilizaban la temporada de carnaval como escenario para competir entre ellos por prestigio, pues enfrentaban a sus respectivos grupos de negros bozales, clásica técnica de dividir para vencer común en muchas zonas urbanas de las Américas. En segundo lugar, las celebraciones públicas en Cartagena, y por extensión en Colombia, brindaban oportunidades tanto a los sectores de élite como a los populares de participar en rituales incluyentes, pero ordenados y jerárquicos, que denotaban su rango y poder, como los que despliegan los concursos de belleza. En tercer lugar, las raíces de los desfiles modernos se pueden rastrear no solo hasta la nobleza europea y las tendencias de la moda que dictaba la corte virreinal en las Américas, sino también en África y en la inclusión de tradiciones populares que coronaban como soberanos a representantes de las comunidades afroamericanas.

      Tal vez parte de la popularidad de la belleza y los reinados en las Américas tenga que ver con esa mezcla de tradiciones nobles de Europa y África en una sociedad colonial disfrazada con una envoltura americana democrática. Además, la transformación de una muchacha común en reina confiere notoriedad y prestigio, pero no derribará las instituciones (como la esclavitud) ni los sistemas sociales (como el patriarcado de élite) que subordinan a las mujeres.

      A lo largo del siglo XVIII, la popularidad de las celebraciones de carnaval y las danzas con influencias africanas que llegaron con ellas se extendió por el río Magdalena y hacia el sur de Colombia con los esclavos que enviaban a trabajar en las minas y plantaciones de Antioquia y del Valle del Cauca. Danzas como la cumbia, el currulao y el bullerengue (originalmente un baile para niñas y una celebración de la pubertad) se difundieron en el interior del país, llevando consigo una porción de la costa afrocaribeña y su celebración de la sensualidad y la belleza femenina. Hoy en día el currulao se asocia con Cali, el bullerengue se baila más en los departamentos de Bolívar y Magdalena, y la cumbia se ha convertido en éxito nacional e internacional. Las celebraciones de los carnavales son importantes en las sureñas ciudades nariñenses de Tumaco en la costa Pacífica y Pasto en la zona andina. Cartagena perdió el liderazgo en la celebración del carnaval en beneficio de Barranquilla, que es más grande, pero aún alberga el mayor espectáculo de la nación en torno a la belleza femenina, el Concurso Nacional de Belleza, plataforma construida, en parte, por su antigua importancia como puerta de entrada de la cultura africana


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