Amarillo. Blanca Alexander

Amarillo - Blanca Alexander


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soltó las riendas y descendió del vehículo para ayudarlo a levantarse.

      —¿Estás bien?

      —¡Sí! —Se zafó de su brazo con irritación y comenzó a sacudir su ropa.

      El hombre lo miró con atención.

      —¿Y ahora qué quiere? ¿Por qué no sube a su carruaje?

      —Te he visto en otro lado, pero no recuerdo dónde. ¿Cuál es tu nombre?

      A pesar de la amabilidad de sus palabras, Marcus detalló de arriba abajo el aspecto taciturno del hombre.

      —Tengo que irme.

      —¿Hacia dónde te diriges?

      —¿Y a usted qué le importa?

      De pronto, Marcus se detuvo y respiró hondo, en un intento por calmarse y ofrecer una respuesta más amable.

      —Disculpe, he tenido… un mal día y no es correcto que lo pague con usted. Me dirijo a Monte Alto, mi nombre es Marcus Tyles.

      —El destino actúa a su antojo.

      —¿A qué se refiere?

      —También me dirijo a Monte Alto, estoy buscando a Diora Tyles.

      —¿Por qué busca a mi madre?

      —Mi nombre es Darío Cavini, hijo de Rubén Cavini. Mi padre fue el doctor y amigo cercano de tu abuela Leonor cuando ambos vivían en Antario. Debo ver a tu madre por un asunto muy importante.

      Marcus esbozó un gesto de desconfianza.

      —¿Qué es eso tan importante?

      —Debo hablar primero con tu madre. —El hombre subió al pescante del carruaje y aferró las riendas—. Claro, ya sé dónde te he visto. Eres Marcus Tyles, el chico que ha ganado todos los torneos deportivos en los que ha participado. Tus victorias se publican en la prensa, nunca has perdido… y ya entiendo por qué.

      —¿Qué quiere decir con que entiende por qué?

      —Disculpa, no debí decir eso antes de hablar con tu madre.

      De mala gana, Marcus guardó silencio.

      —Sube. —Darío miró a su alrededor—. No veo que tengas otra opción, tu caballo se ha ido.

      Marcus aceptó con recelo.

      ***

      Dan esperó que Sebastián culminara su práctica de equitación para hablar del plan que había ideado para entrar al Palacio del Reloj sin ser vistos. En el establo donde dejaban al caballo para que descansara, el niño de piel morena se dispuso a darle los detalles:

      —La noche del baile de independencia es una gran oportunidad. Piénsalo bien, es el único día del año en que la vigilancia se reduce en casi todos los lugares importantes de la ciudad, ya que la mayoría de las fuerzas de seguridad prestan servicio en la Casa Amarilla. Tus padres acudirán sin duda, así que también te será más fácil salir de aquí.

      —Es cierto, podemos tomar un caballo… Bueno, lo ideal sería que fuéramos en caballos diferentes, pero sabes lo mucho que me cuesta montar. —Sebastián se quitó el casco—. Es inútil, sin importar cuánto lo intento, parece que no fui hecho para esto, acabas de ver lo torpe que torpe. Si mi entrenador no recibiera la fortuna que mi padre le paga para enseñarme a montar, habría renunciado.

      —No seas tan duro contigo mismo, algunas actividades se le dificultan más a ciertas personas, solo debes seguir practicando.

      —Igual no estaré listo para esa noche.

      Atravesaron a pie el terreno ecuestre que pertenecía a la familia Tyles, donde el abuelo, el padre y el hermano de Sebastián aprendieron a cabalgar.

      —No te preocupes, llevaremos un solo caballo y yo tomaré las riendas. Iremos por el viejo camino a la ciudad, así reduciremos el riesgo de que alguien te reconozca. —Dan no podía ocultar su entusiasmo—. Usaremos mi ropa… es decir, la que uso cuando no vengo a tu casa. Lucirás como un chico de pueblo. —Sonrió.

      —Lamento que padre insista en que vistas ropa fina para entrar a la casa. A mí no me importa qué llevas puesto, solo quiero que estés aquí.

      —Lo sé. —Bajó la mirada—. A veces tu padre es un hombre duro, pero a pesar de eso, tengo que agradecerle muchas cosas.

      —No, Dan, somos nosotros quienes debemos estar agradecidos. Salvaste nuestras vidas, no estaríamos aquí de no ser por ti.

      Se miraron en silencio. A la mente de ambos llegaron recuerdos de lo ocurrido cuatro años antes, cierto día en que la familia Tyles salía del teatro principal de la ciudad, donde la Orquesta Sinfónica Nacional había ofrecido el primer concierto del año. Eran custodiados por guardaespaldas, ya que Milton no acudía a eventos públicos sin seguridad luego del nacimiento de Marcus, pues sabía que estaba en constante peligro tras declararse ferviente enemigo de los invasores.

      En la entrada, mientras el comandante de Zuneve saludaba a diferentes personalidades de la ciudad, un niño se acercó con gesto angustiado.

      —¡Señor Tyles! ¡Señor Tyles!

      Alertados por sus gritos, varios guardaespaldas lo detuvieron. Milton miró al chico con desprecio.

      —Denle una andala.

      —¡No, señor Tyles! No quiero su dinero, necesito decirle…

      —¡Cállate, mocoso! —Casede, uno de los guardaespaldas de Milton, sujetaba al niño por el brazo.

      —Padre, por favor escúchalo —dijo Sebastián.

      —Milton, deja que se acerque. —Diora miraba con intriga la reacción del pequeño.

      Milton decidió ignorar las peticiones de su esposa e hijo, alegando que estaba cansado para lidiar con un niño hambriento.

      —¡Ya oíste, mugriento! ¡Lárgate de aquí! —Casede lo empujó a un lado.

      El menor de los Tyles corrió hacia el niño para ayudarlo.

      —¡Sebastián!

      A pesar de los gritos de su padre, no se detuvo. En ese momento Marcus se acercó a la familia, se había retrasado en el interior del teatro saludando a varias personas.

      —¿Qué está pasando aquí?

      —Este niño quiere decir algo, pero padre se niega a escucharlo. Casede, que actúa como un perro rabioso, lo lanzó al piso.

      Marcus se acercó a Milton para hablar en voz baja.

      —Padre, creo que deberías escucharlo. No sé si notaste que tienes público… Allí está el presidente del banco de Río Dulce, el señor Martín Vega, y la hija del alcalde, Rose Lender, ambos con sus respectivas familias.

      Al percatarse de que tenía razón, Milton se acercó el niño con el desprecio dibujado en sus gestos.

      —¿Qué es lo que quieres?

      —Señor… comandante… unos hombres con el rostro cubierto colocaron explosivos en su carruaje… dijeron que volarían en mil pedazos a usted y a su familia.

      Milton, disimulando su asombro, pidió a los guardaespaldas que no permitieran a nadie acercarse al estacionamiento, luego ordenó a Casede que revisara el carruaje y verificara si era cierta la amenaza. Entretanto, él y su familia aguardaron en la calle junto al niño.

      —¿Qué haces a esta hora aquí?

      —Venía de limpiar el puesto de verduras de mis abuelos, señor, está a dos calles de aquí. Están un poco enfermos, así que hoy me tocó el aseo solo, por eso tardé tanto.

      —¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años


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