Eslabones del mundo andino. Yoer Javier Castaño Pareja

Eslabones del mundo andino - Yoer Javier Castaño Pareja


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materias primas de vital importancia en la cultura material y vida cotidiana de aquel entonces, como la carne para la preparación de tasajos y cecinas, el sebo y la gordana para la elaboración de velas y jabón, los cueros para la fabricación de todo tipo de artículos como zapatos de cordobán, rejos y fustes de vaquería, sillas de montar, sacos para el acarreo de material en las minas y utensilios domésticos como petacas, zurrones, cujas y lechos para dormir. Además, con los cuernos de los vacunos se fabricaban diversos artefactos de uso casero, las pezuñas se aprovechaban para la preparación de ungüentos, la vejiga del cerdo era empleada para envasar en ella manteca, la empella de su parte umbilical era utilizada en ciertas zonas como pomada medicinal y sus tripas se usaban para elaborar todo tipo de embutidos.

      Pero tal actividad no solo fue importante como proveedora de fuerza motriz para el trabajo o los desplazamientos y como suministradora de alimentos y de materias primas. No debe olvidarse que dichos representantes de la cultura material europea resultaron muy útiles en el proceso de conquista, colonización y racionalización del espacio indiano pues la ganadería fue un elemento básico que facilitó el arraigo del europeo en el Nuevo Mundo y el desarrollo de su existencia bajo los parámetros hispánicos básicos; en palabras de algunos cronistas del siglo XVI, con la implantación de la ganadería se posibilitaba “la perpetuación de la tierra” y el establecimiento de “cristianos cimientos”. Es decir, los ganados se concebían como un instrumento que servía para domar y aplacar el rigor de las tierras conquistadas. En efecto, con el proceso de introducción, aclimatación y adaptación de ganados mayores y menores se introdujo una tradición que llevaba en la península ibérica varios siglos de desarrollo (con unos rasgos muy particulares respecto al resto de Europa), se alteró la fisonomía de las tierras americanas y se dio inicio a una revolución ecológica sin precedentes.

      Tal como señala Maureen Ogle, para los hombres y las mujeres que se asentaron en América, la idea de un mundo sin el ganado era tan peculiar y peligrosa como la noción de un mundo sin Dios. Pero el ganado también representaba riqueza y proporcionaba la manera más fácil de convertir la tierra en un medio para obtener ganancias. La ganadería era un capital tangible que mediante una buena gestión se multiplicaba más rápidamente que la plata y el oro.42 Así que entre las ventajas económicas de la ganadería vale la pena resaltar su capacidad de movilizarse por sí mismo hacia los mercados y la peculiaridad de poder renovar espontáneamente su capital (las reses). Por esta última razón, la actividad pecuaria de la época no requería de una reinversión constante de caudales que le permitiera seguirse reproduciendo. Asimismo, el crecimiento de la producción, por su carácter principalmente extensivo, no exigía para ser aumentada más que de nuevas tierras y mano de obra, ambos factores asequibles sin mayores costos monetarios.43 Y no sobra recordar que el ganado, aunque fuera cimarrón, era una señal visible de posesión sobre vastas heredades generalmente muy mal delimitadas y un medio para ocupar ilegalmente tierras baldías, realengas, comunales o pertenecientes a las comunidades indígenas.

      Ahora bien, el consumo de la carne y de otras materias primas derivadas del ganado estaba muy generalizado entre todos los estamentos de la sociedad colonial (aunque supeditado a una división cualitativa o a características diferenciadoras de acuerdo con la posición social) y por ello en la legislación indiana se reiteraba constantemente que las autoridades locales debían custodiar la provisión cárnica otorgando posturas a tiempo y de forma habitual a quienes pudieran suplir las carnicerías municipales con animales de buena calidad y vender la arroba o el arrelde de carne (y demás subproductos como cueros, sebo y menudos) al menor precio posible.44 A su vez, en el caso de que el remate del abastecimiento cárnico no pudiera otorgarse a una persona en particular, el ayuntamiento debía repartir las semanas de carnal del año entre los principales vecinos criadores de su jurisdicción para que así la localidad no padeciera las temidas crisis de mantenimientos. Una buena parte de las funciones de los cabildos y concejos municipales consistía también en regular los precios de tales víveres, examinar los pesos y medidas, evaluar la buena calidad de estos suministros, extirpar todo tipo de fraudes en su expendio, supervisar el aseo en las carnicerías, rastros y mataderos y facilitar el acceso a ejidos y tierras comunales de los animales destinados al abasto. Para aquel entonces, y como ya se enunció unos párrafos atrás, se consideraba que todas estas actividades eran determinantes para garantizar el bien común, evitar la propagación de enfermedades entre la población e impedir alteraciones del orden público.

      Al mismo tiempo, la buena administración del abasto cárnico municipal acarreaba beneficios económicos a la localidad y tenía un peso relevante en la recaudación fiscal, pues una buena proporción de los propios o ingresos monetarios del cabildo se derivaban del arrendamiento de dehesas y tierras concejiles a los encargados del aprovisionamiento cárnico y de los derechos que se cobraban por el degüello y el sacrificio de ganado mayor y menor en el rastro municipal. Generalmente, la mayor parte de estos ingresos se destinaban a obras urbanas de infraestructura física, como la construcción de puentes o el acondicionamiento de caminos. De la misma manera, dado que la provisión cárnica de las capitales eran uno de los focos que estimulaban el comercio ganadero, durante el período colonial la Real Hacienda obtenía algunas entradas pecuniarias con este tipo de transacciones al imponerles gravámenes como la sisa y la alcabala.

      Por esto puede decirse que el abastecimiento de carne por medio de animales en pie fue un problema sustancialmente urbano y de las cabeceras de los núcleos mineros. En general, ambos espacios, según lo establecido por la legislación, eran provistos de aquel producto tan importante para la vida humana bajo el sistema ya aludido, esto es, a través del remate que el cabildo ofrecía al mejor postor o por semanas que se repartían entre los criadores de la jurisdicción. Como dice José Matesanz, el sistema del abasto de carne era un servicio municipal que se dejaba al mejor licitador, no un monopolio privado legalizado por el cabildo. En el fondo el ayuntamiento cedía su preocupación de buscar ganado en diferentes áreas geográficas a un particular y, a la vez, asumía su responsabilidad de controlar los precios del producto en la ciudad mediante el contrato y las obligaciones previamente aceptados de mutuo acuerdo con el asentista. Entre las tareas que a este sujeto le correspondían estaban hacerse cargo de todas las cuentas de los costos y de los salarios del personal que trabajaba en los mataderos, inspeccionar a los cortadores de la carne, revisar la calidad del ganado que iba a ser pesado y vendido, examinar las básculas y, en general, comprar todo el ganado necesario para el suministro cárnico en consideración del bienestar público.

      Aparte de estas condiciones principales, el obligado debía comprometerse a respetar las ordenanzas que el ayuntamiento expidiera sobre detalles del manejo de la carnicería. La ciudad casi siempre delegaba la administración y venta de carne en la persona del obligado, pero eso no significó que se olvidara de vigilar su desempeño y de controlar el funcionamiento del abasto mediante órganos administrativos como la fiel ejecutoría, las juntas de propios y el procurador general del cabildo. A la par, el obligado debía dar fianzas a satisfacción del cabildo para asegurar que cumpliría las condiciones de la concesión. Estas fianzas incluían un depósito en oro y la hipoteca de todos los bienes del obligado. En varias ocasiones el cabildo exigía también un fiador.45

      Sin embargo, en la vida cotidiana este esquema tan organizado y un tanto rígido no siempre funcionaba, especialmente en los distritos auríferos neogranadinos dada la lejanía y aislamiento de la mayor parte de ellos con respecto a los centros de poder. En efecto, puesto que la mayor parte de los aluviones y placeres auríferos se hallaban en lugares apartados de las cabeceras municipales, el abasto de estas zonas tendía a ser irregular, informal y satisfecho por mercaderes minoristas itinerantes que de manera independiente y sin intervención de los entes municipales llegaban hasta estas áreas remotas para obtener oro a cambio de sus vituallas. Junto con la distribución de ganado en pie o carne fresca hacia estos contornos, los vendedores ambulantes llevaban carne salada (tasajos y cecinas), que aguantaba las largas travesías y se conservaba muy bien en esos cálidos temperamentos. En general, ambos productos eran elaborados en diversas zonas de crianza pecuaria y eran demandados masivamente en los epicentros mineros.46

      Generalmente


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