La voz del corazón. Javier Revuelta Blanco

La voz del corazón - Javier Revuelta Blanco


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Mantente abierto hacia el impulso que te motiva, hazte consciente del proceso que estás viviendo y toma tus decisiones desde el corazón. No fuerces el cambio. Deja que el amor te transforme.

      A medida que hay más personas despiertas, los colectivos se van retroalimentando y la conciencia colectiva se regenera más rápido. Los cambios nunca son lineales. Un buen día, el corazón de la humanidad se manifestará como una sola voz. Clamará con tanta fuerza que será irresistible. Entonces podremos decir con orgullo: «Sí, lo logramos. Recuperamos nuestro poder personal y nos hicimos conscientes de nuestra legítima grandeza. Teníamos el conocimiento y disponíamos de la solución tecnológica. Escuchamos los avisos de la Tierra y nos dejamos tocar por el amor. Resolvimos los conflictos internos que nos estaban destruyendo y conseguimos lo que parecía una utopía: que la mayor diversidad posible de formas de vida y de conciencia pudieran convivir en paz y en armonía. Este es nuestro legado».

      La Tierra es la raíz y la fuente de nuestra cultura.

      Rigoberta Menchú

      La Tierra es un ser vivo. Está dotado de conciencia y tiene un propósito dentro del universo. Su gran particularidad reside en su diversidad. Es un sitio muy especial en el que se está poniendo a prueba la capacidad para convivir en armonía de un gran número de formas de vida y de conciencia. Es como una gran biblioteca viviente con una dinámica interna propia. Desde la perspectiva del espíritu, su misión consiste en convertirse en un lugar de almacenamiento e intercambio de información a nivel galáctico.

      En estos momentos está completando un ciclo evolutivo que culminará con una nueva forma de conciencia. Un nuevo equilibrio entre dar y recibir. Los seres humanos formamos parte de este proceso pero, hasta la fecha, no hemos sido muy conscientes de cuál es nuestro cometido. Las condiciones tecnológicas que hemos creado nos han alejado tanto de la naturaleza que vivimos sobre la Tierra sin tenerla en cuenta. Esta enajenación nos ha conducido incluso a pensar que la naturaleza es algo hostil. Un ente del que conviene protegerse y al que hay que dominar a toda costa. La idea de que somos parte indisociable del equilibrio ecológico la comprendemos intelectualmente, pero todavía no la hemos interiorizado. No nos sentimos conectados a la vida y por eso desconocemos el papel que estamos desempeñando en la evolución de la Tierra y, por extensión, también del universo. Fruto de esta incomprensión tendemos a pensar que el planeta se está muriendo o quizá que se está vengando de nosotros. Asimismo nos induce a ignorarlo o a despreciarlo. Como si fuera algo ajeno a nuestra existencia que simplemente está ahí, sin ningún propósito.

      Sin embargo, las tradiciones de los antiguos pueblos de la Tierra siempre han sabido que nuestra presencia en el entramado cósmico no es casual. Los seres humanos somos los responsables de sostener la vibración energética que necesita el planeta para cumplir con su misión integradora. En un futuro no muy lejano, trascenderá la dualidad y se adentrará en un espacio de unificación que acogerá en armonía realidades muy diversas. En este sentido, nuestra tarea consiste en aprender a amarnos a nosotros mismos y a todos los seres que lo pueblan.

      Asistimos a un gran despertar y la protagonista principal es la Tierra. Es ella la que está cambiando. Nosotros tenemos que ser conscientes de este proceso y favorecerlo. No se trata de salvarla, sino de cooperar con todos los seres que la habitan. Es importante que comprendas quién es realmente y también que te conviertas en su mejor aliado. Llévala en el corazón y haz que forme parte de tu vida. Establece un pacto sagrado con ella. Si estás atento, notarás que te habla con el susurro del viento, que se estremece cuando la pisas con los pies descalzos y que te ofrece todo lo que necesitas para llevar a cabo tu misión de vida. Tu cuerpo está formado de aire, agua, fuego, tierra y éter. Los cinco elementos básicos del planeta. Quizá no sea importante para ti, pero lo cierto es que eres un trozo de él. Perteneces a él y eso significa que no estás aquí como un simple turista.

      Necesitamos recuperar la sabiduría de nuestros ancestros y volver a reconocer que somos hijos de la Tierra. Hay una tradición africana masái que dice: «Es la Tierra la que es propietaria del hombre». A pequeña escala no nos cuesta sentirnos parte de una organización. De hecho, lo buscamos con ahínco. Deseamos integrarnos en la familia, la empresa, la pandilla de los amigos… El sentimiento de pertenencia nos conduce a servir al grupo o a la comunidad porque así estaremos protegidos. Con la Tierra pasa exactamente lo mismo, pero a mayor escala. En los años sesenta del siglo xx se hicieron las primeras fotografías del Planeta Azul. Estas imágenes asombraron al mundo e impulsaron el nacimiento de una nueva forma de conciencia. Desde entonces, el sentimiento de que formamos parte de una unidad que nos trasciende ha ido en aumento.

      El despertar de la humanidad es un reflejo del cambio que está experimentando la conciencia de la Tierra. Nuestra misión colectiva consiste en facilitar su transición y adaptarnos a ella.

      En lo más profundo del corazón, muchas personas deseamos formar parte de una gran familia y sentir que todos los seres que habitan la Tierra son nuestros hermanos. Este sentimiento de conexión y fraternidad es el reflejo de un lejano recuerdo. Un estado en el que el alma experimentó la armonía, el encanto y la seguridad de la unidad. Por este motivo, ante la guerra, el maltrato animal, la pobreza, la contaminación, la explotación infantil o, en general, cualquier manifestación de violencia indiscriminada, lo que sentimos es un desgarro interno. El alma se sobrecoge y reaccionamos con indignación, rebeldía o impotencia. Estos sentimientos ponen de manifiesto el deseo de recuperar un equilibrio que sentimos perdido. Sin embargo, también evidencian nuestro dolor interno y nos dan la oportunidad de sanarlo. Si no lo hacemos, la indignación termina por convertirse en indiferencia, la rebeldía en odio y la impotencia en hipocresía.

      La Tierra forma parte de un universo compuesto por cinco mil millones de galaxias (la Vía Láctea es una de ellas). Cada una tiene del orden de doscientos mil millones de estrellas (el Sol es una de ellas) y, de estas, seis mil millones poseen sistemas planetarios similares al nuestro. Somos como una mota de polvo en un vasto océano de arena y, sin embargo, estamos desempeñando un rol de inapreciable valor.

      La Tierra aparece en el espacio hace cuatro mil quinientos millones de años. Como cualquier otra manifestación de materia, surge a partir de una matriz de energía. Un cuerpo de luz que le otorga una forma y una intención. Al principio era un océano de lava con temperaturas superiores a los mil doscientos grados centígrados. Carecía de aire y era muy tóxica. En ese tiempo, un joven planeta del tamaño de Marte, llamado Theia, chocó contra ella y provocó la salida de billones de toneladas de escombro por el espacio. Al principio esta materia se agrupó para formar un anillo, pero después la gravedad la juntó y creó una enorme bola de más de tres mil kilómetros de diámetro. Había nacido la Luna.

      Este cuerpo celeste tardó en formarse mil años y se situó muy cerca de la Tierra (a veintidós mil kilómetros). Al estar tan próxima, la rotación de la Tierra era muy rápida y los días solo duraban seis horas. A medida que la Luna se fue alejando, la Tierra comenzó a girar más despacio. En la actualidad, la distancia que nos separa es de cuatrocientos mil kilómetros y aumenta a razón de cuatro centímetros al año. La Luna regula las mareas y muchos ciclos vitales. Sin ella la vida no sería posible.

      Durante veinte millones de años, la Tierra fue bombardeada por cientos de miles de meteoritos que contenían moléculas de agua en su interior. A medida que el agua se fue liberando, se formaron lagos, mares y océanos. La acción del agua hizo que la superficie del planeta se enfriara hasta llegar a los ochenta grados centígrados. Esto le dio un aspecto más familiar. Por otro lado, la cercanía de la Luna causaba una enorme gravedad, lo que provocaba grandes mareas y veloces huracanes. En los cien millones de años siguientes, la Luna se alejó, las aguas se calmaron y el planeta ralentizó su rotación. Setecientos millones de años después de su nacimiento, la Tierra era un gran mar de agua. A partir de aquí, del interior de la corteza terrestre empezaron a surgir rocas fundidas que acabaron creando islas. Estas islas se juntaron y formaron los primeros continentes.

      La Tierra pasó de ser un gran océano de lava a ser un gran océano de agua. Para ello precisó la ayuda de la


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