La voz del corazón. Javier Revuelta Blanco

La voz del corazón - Javier Revuelta Blanco


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glaciación hace unos diez mil años, la Tierra ofrece un clima muy propicio para el desarrollo de la vida. En opinión de los astrofísicos, estamos en un planeta maduro que, al igual que el Sistema Solar, se encuentra a la mitad de su vida40. Todo parece indicar que este periodo de «gracia climática» podría prolongarse al menos otros cincuenta mil años o incluso más. Si comprimimos el tiempo de evolución del universo (trece mil ochocientos millones de años) en un solo año, la Tierra aparecería a mediados de septiembre y nosotros a las 21:45 del 31 de diciembre. De acuerdo con este calendario cósmico, las cuevas de Altamira las hemos pintado un minuto antes de la media noche y la escritura la estamos practicando desde hace catorce segundos. Hace solo un segundo que hemos comenzado a utilizar el método científico y en solo medio segundo, hemos creado la Revolución Industrial y la Informática41.

      Acabamos de llegar y es obvio que la Tierra nos lleva mucha ventaja. Tampoco hay que ser un gran observador para darse cuenta de que está decidida a cumplir con su misión dentro del entramado universal. Las señales que nos está enviando son inequívocas. Es importante que comprendamos que está llamada a ser un centro de intercambio de información a nivel galáctico. Un lugar en el que una gran diversidad de seres vivos y formas de conciencia puedan convivir en un equilibrio consciente. ¿Con qué propósito? Supongo que por los mismos motivos por los que nosotros construimos bibliotecas en las ciudades y ahora en Internet.

      La Tierra es un ser vivo. Se está transformando y se aproxima hacia un nuevo equilibrio entre dar y recibir. Su propósito dentro del cosmos consiste en ser un lugar de almacenamiento e intercambio de información. Un espacio en el que pueda convivir la mayor cantidad posible de formas de vida y de conciencia.

      La humanidad está comenzando a comprender e interiorizar que, si deseamos seguir aquí y participar de este acontecimiento, tenemos que ponernos al servicio del planeta y facilitar su proceso. No se trata solo de limpiarlo y regenerarlo, sino de acompañarlo en su dinámica integradora. Dicho de otra forma, para poder amar a la Tierra tenemos primero que amarnos a nosotros mismos. Si eres observador y te atreves a salir de tu crisálida personal, te darás cuenta de algo muy hermoso: amar a la Tierra y amarte a ti mismo son dos procesos paralelos que se retroalimentan mutuamente. Cuanto más conectado estás a la naturaleza, más seguro, alegre y saludable te encuentras y, a medida que tu felicidad aumenta, el amor hacia la Tierra también se acentúa.

      En los últimos doscientos cincuenta años nos hemos dedicado a expoliarla impunemente. Nuestra conducta ha formado parte de su ciclo evolutivo. De algún modo, somos la última expresión de un movimiento interno en el que la Tierra se ha entregado de forma incondicional a todos los seres que la pueblan. Con frecuencia se nos olvida que es un ser dotado de conciencia y que toma sus propias decisiones. La actividad depredadora del ser humano ha sido (y sigue siendo) tan intensa que los sistemas ecológicos han estado a punto de colapsarse. En estos momentos la deforestación, la geoingeniería climática, la contaminación por plásticos y otras basuras, la pérdida de biodiversidad, la explotación indiscriminada de recursos, etc. son problemas muy serios y deben ser abordados con determinación. No obstante, muchas personas están cambiando y acompañando a la Tierra en su proceso evolutivo. Al hacerse responsables de su propio dolor interno y al tenerla en cuenta en su quehacer diario, permiten que la Tierra se relaje.

      Desde la perspectiva del espíritu los cambios que está experimentando el planeta en su superficie reflejan la necesidad que tiene de liberarse del dolor acumulado a lo largo de los siglos por la acción temeraria del hombre. En este sentido, el hecho de que lo estemos limpiando y regenerando y de que muchas personas hayan decidido vivir en armonía con él, es decisivo para que el nuevo equilibrio al que se dirige no se origine como consecuencia de un reordenamiento brusco de dimensiones continentales o planetarias. Sea como fuere, lo que cada vez más personas tienen claro es que ha llegado ya la hora de dejar de formar parte del problema y ser parte de la solución.

      La evolución de los organismos vivos se caracteriza por tres grandes transiciones. El nacimiento de las células procariotas (las bacterias), la creación de células más grandes dotadas de núcleo (eucariotas) y finalmente la aparición de organismos complejos o multicelulares. La primera transición es un misterio. La segunda arroja un poco más de luz y la tercera es otro enigma. La ciencia se hace las siguientes preguntas: ¿qué ocurrió para que las células eucariotas se organizaran y crearan formas de vida tan complejas? ¿Cómo surgieron realmente los seres pluricelulares? A día de hoy, se manejan varias hipótesis como la fagotrofia (unas células se comen a otras), la asociación para protegerse de depredadores y algunas más. Sin embargo, todas ellas son débiles e incapaces de explicar esta formidable mudanza.

      Para comprender la magnitud del misterio de la vida tenemos que visitar uno de los sistemas más sofisticados de la naturaleza: la molécula de ADN. Este prodigio de la evolución se encuentra en todas las células del organismo y contiene las instrucciones que utilizamos para desarrollar nuestras funciones vitales. Dicho de otra forma, se encarga de sintetizar las proteínas que constituyen literalmente la fábrica de la vida42. La cantidad de información que contiene una molécula de ADN y la eficiencia con la que procesa los datos son sencillamente asombrosas. Su complejidad es tan grande que su origen no se puede explicar por un proceso de selección natural. En 1983, el astrónomo británico Fred Hoyle escribía lo siguiente43:

      El ADN es una colosal obra de ingeniería. Pensar que los aminoácidos de una célula se puedan unir por azar y formar esta estructura tan compleja equivale a creer que un tornado pueda pasar por un montón de basura que incluya todas las partes de un Boeing 747 y provocar que accidentalmente se unan y formen otro avión listo para despegar.

      Durante mucho tiempo nos hemos creído la historia de que la vida se originó en el agua y evolucionó a través de un proceso de selección natural. Nos han contado que, dadas unas condiciones ambientales concretas, una serie de compuestos químicos presentes en la atmósfera y en los océanos (nitrógeno, oxígeno…) reaccionaron y crearon los primeros organismos unicelulares. En 1953, el científico estadounidense Stanley Miller llevó a cabo un experimento que se hizo famoso. Recreó una atmósfera similar a la que tenía la Tierra en su infancia y la «cocinó» con una corriente de sesenta mil voltios durante una semana. El resultado fue que el agua se pobló de algunos aminoácidos y de otras moléculas necesarias para la vida. No obstante, este ensayo presentaba dos problemas. En primer lugar, era muy improbable que las condiciones ambientales creadas por Stanley fueran las mismas que las de la Tierra primitiva. Además, aunque lo hubieran sido, una cosa es producir moléculas y aminoácidos a partir de compuestos inorgánicos y otra bien diferente organizarlos para crear formas de vida complejas.

      En 1980, en un congreso sobre el origen de la vida celebrado en Estados Unidos, se concluyó por unanimidad que esta no se pudo formar a partir de unas cuantas reacciones químicas. Se aceptó que la energía por sí sola era incapaz de organizar los elementos necesarios para formar un ser vivo, ni siquiera una humilde bacteria. Hoy en día la ciencia admite que el secreto de la vida no reside en la química sino en la información. Es la organización de sus componentes lo que la hace tan misteriosa. De modo que podemos hacernos la misma pregunta que plantea el escritor y divulgador científico español Eduardo Punset44:

      El problema no es de hardware sino de software. Pero: ¿existen leyes que rijan el comportamiento del software encargado de organizar la información?, ¿nos enfrentamos a un programa informático que se escribió a sí mismo por casualidad?

      Las incógnitas sobre el origen y la evolución de la vida nos afectan también a nosotros, los seres humanos. El Homo sapiens apareció sobre la Tierra hace doscientos cincuenta mil años, pero los primeros homínidos bípedos tienen una antigüedad de más de seis millones. Una de las preguntas que los científicos se hacen sobre la evolución de nuestra especie es la siguiente: ¿qué sucedió realmente para que en apenas doscientos cincuenta mil años un proceso tan lento experimentara un cambio tan vertiginoso? Lo cierto es que no se han encontrado fósiles que nos conecten con un antepasado cercano. Asimismo, la diferencia genética entre los seres humanos y los chimpancés, aunque se diga que es solo de un uno por ciento, supone en realidad una brecha gigantesca, de más


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