Marina escribe un libro. Ángel Morancho Saumench
y nos dijo:
—Lo siento, pero tengo que abandonar este ambiente tan lleno de asombros; tengo que ir al notario. Tendremos mucho de qué hablar. Y tú, Marina, vente a comer con nosotros; vivimos en Monte Esquinza en la esquina con Almagro; puedes quedar con Pedro. —Ya de pie se giró hacia Claudia y le aseveró—. Tienes una belleza increíble. Alabo el gusto de mi hijo al fijarse en ti.
—Madre, ¿de verdad que tienes que ir al notario? Juntos no hemos estado ni un santiamén.
—Ahora que tienes novia ¿no creerás que tu madre se ha vuelto mentirosa? —dijo adusta.
Pedro la acompañó hasta que el guardacoches del Txistu le consiguió un taxi. Se despidieron sin más; ni una palabra, salvo adiós. Un compungido Pedro volvió a sentarse con nosotras. Estuvo serio hasta que respiró profundamente y sacó la mejor de sus sonrisas:
—Brindemos, esta celebración aún no ha terminado, queda poco champagne, hay que pedir más. —Repartió el que quedaba, que estaba muy sabroso de gusto y temperatura, volcó la botella boca abajo en la cubeta y llamó al camarero pidiéndole—: Otra igual, por favor. —Tras esto, volvió a coger la mano de su novia y se la besó cual galán fuere—. Claudia, te quiero, es lo que importa; no ha pasado nada; no te preocupes. Mi madre es una mujer muy fuerte y enérgica. Su vida nunca ha sido un camino de rosas. De ahí su seriedad y su inicial desconfianza ante quien sea. Si te la ganas, entonces te defenderá a muerte. Me ha hecho recordar el dicho de una madre a la novia de su hijo: “Voy a contar cuantas lágrimas le hagas derramar porque igual cantidad de dientes te voy a hacer saltar”. Bueno, el dicho es para el novio; yo lo he cambiado, pero... ¡ni habéis sonreído!
—Pedro, es que estoy muy preocupada. Mi padre también lo sabe; me cazó en un renuncio y tuve que decírselo. No acepta ni aceptará de buen grado que yo salga contigo como ya sabéis los dos, ¿verdad, Marina? Para él, no solo es cuestión de casta; es que además eres hijo de alguien que le hizo perder un valioso negocio, y ya sabes lo orgulloso que es. Y me acuerdo del mal trago que pasasteis por la confrontación que tuvisteis cuando nos presentó. Todavía lo recuerda, Pedro. Y si ahora se une tu madre, con el recuerdo de tu padre y el suyo, tendremos que luchar contra ellos, aunque a mí me desagrade mucho.
—Luchar contra ellos; eso me gusta, Claudia. ¡Preparémonos! Este encuentro, con esta comida, nos ayudará a sobrellevarlo. Al menos ha alabado tu belleza.
—Sí, para alabar tu buen gusto. Me recuerda ese chiste tan malo: Un hombre piropea a una mujer ‘Amor, me encanta tu cuerpo de guitarra’ y ella contesta ‘Lo sé, es una pena que seas tan mal músico’. —Esta vez sí nos carcajeamos—. Tu madre, Pedro, te lanza un mensaje: Tú no sabes tocar la guitarra.
—Marina, para olvidarnos de lo sucedido, te voy a contar cómo hemos llegado hasta aquí. Al principio nos llevábamos relativamente mal; a Claudia le había afectado la presentación que nos hizo su padre en su despacho. El agudo de nuestro CEO, Mariano Juste, según me contó él más tarde, percibió que podíamos trabajar juntos y sacar rendimiento a nuestros dispares caracteres. En un espinoso asunto, me puso a Claudia como adjunta; trabajábamos en la biblioteca, uno frente al otro. Nos mirábamos con malas caras educadas, si esto puede ser así. Poco a poco cruzamos alguna sonrisa, aunque yo casi siempre evitaba mirarla, ella sí lo hacía y cuando yo levantaba la mirada hasta se reía. Resultó ser una maravillosa compañera; aportó mucho, fue una excelente ayuda; cuando ya estábamos llegando al resumen y al final de las conclusiones... sí, ¡ahí fue cuando me caí del guindo! Me di cuenta de que estaba enamorado de ella; entonces ni me atreví a mirarla. Pensé que sería imposible que ella llegase a quererme: “Demasiado para mí, me decía, con el añadido de un padre muy hostil”.
—Marina, estaba tan apocado que fui yo quien tuvo que dar el primer paso —interrumpió Claudia—. A partir de ahí ya hemos hecho planes de futuro, —y Claudia siguió contando, con un cómplice Pedro cogido de su mano—. Cuando mi padre se enteró, aparentemente no se enfadó. Solo me recordó que cuando me lo presentó hacía tiempo, me dijo que no me acercase a él. Ahora solo me ha dicho: “está visto que no me haces ningún caso” y, casi en un susurro: “no debí hacer caso al CEO; teníamos que haberle echado”. Creo que mi padre pensó que lo habitual es que, vale con que te opongas, para qué más sólida sea la relación. Debe ser por eso que se limitó a ignorar el hecho y dejar pasar el tiempo.
—Para mí sí que es una gran alegría. Este mozo. —Y me reí por la palabra—. Es de muy buen ver y educado. Al estilo de tu madre Andra, voy a decir. Pedro, tienes una belleza increíble; Claudia, alabo tu gusto por fijarte en él. —Y de nuevo nos carcajeamos los tres. Y volvimos a brindar. Se acabó el champagne y el sumiller nos invitó a un combinado de orujos. Todos elegimos el gallego.
—Antes de que empecemos a tartajear con tanto alcohol
—yo razoné—, si vais en serio, y con tan corto plazo para cumplir vuestro deseo, debéis programaros; contad conmigo para aquello en lo que creáis que os pueda ayudar. En principio pienso que será bueno que tú, Pedro, conozcas a los amigos más frecuentados por Claudia. Os interesa relacionaros con todos ellos; formamos un grupo de amigos casi fijo y no es fácil que acepten a alguien nuevo.
—¿Pero a quiénes? —replicó Claudia—. Nuestro grupo es muy numeroso y demasiado elitista; no tanto como mi padre, pero sabes que estamos en círculos muy cerrados. La condición para aceptarle sería que Pedro perteneciera a ese grupo que se autodenomina la crème de la crème o ser un gran triunfador social. Y también sabes que las relaciones son endogámicas; a ti te aceptaron muy bien por tus antecedentes monárquicos rumanos. Pedro no está en esos estadios. Y a mí hasta me gusta que sea así; estoy harta de que seamos tan exquisitos y excluyentes, por no decir que seamos tan gilipollas.
—No exageres, Claudia. Ya sabes que no podemos renunciar a ellos; se nos cerrarían muchas puertas..., en el golf, en la hípica, en el tiro, en el VIP de las discotecas... toda nuestra vida está con ese grupo y tampoco debemos quejarnos, lo pasamos muy bien con ellos.
—Pero quizás los amigos de Pedro sean más agradables. En cualquier caso, debemos conocerlos también.
—Ya me encargo yo, Claudia. Y creo que ya debemos irnos; los camareros parecen inquietos.
—Me parece bien; pero antes hay que abonar lo que hemos tomado. Invito yo —decidió mi primo.
—No te dejo —protestó Claudia—, la idea y la invitación ha sido mía.
—¿No querrás que sea nuestra primera bronca de enamorados? Soy machista, así que pago yo. —Nosotras nos reímos ante el machista, y Pedro hinchó su pecho desafiante y riéndose—: Aquí tenéis al macho ibérico, pero sin jamón. —Luego pidió la cuenta.
Se la trajeron y el camarero nos advirtió:
—La señora que estuvo con ustedes les invitó a todo lo consumido. Solo les resta por abonar la segunda botella de champán.
Pedro sacó una tarjeta de crédito exclamando:
—¡Caray con mi madre! —Dejó una generosa propina y, mientras salíamos, continuó—: Hoy, día de noticias venturosas falta la de Pedro. Sabed que ya he comprado ese chalet en la Colonia El Viso que tanto te gustó a ti, Claudia; aunque es un apareado, solo me pusiste las pegas de que hay que hacer mucha obra. Ya tengo a un arquitecto amigo trabajando en ello, quien también tendrá en cuenta tu opinión, Claudia.
—Ay, Pedro —exclamó ella—, ¿y si nos equivocamos? Perdón ¿y si tú te equivocas? Ya que tú eres el comprador.
—Cuando yo lo vi, Claudia, me gustó mucho. Y recuerda que es para los dos; vivienda compartida. Querida, por supuesto que ¡el Palacio de Linares en la Cibeles, realmente es mucho mejor! —Se rieron juntos.
Preparativos
Pocos días después nos juntamos los tres a comer en el Restaurante próximo a la galería de mi marido en la calle Alcalá, la que yo regento de cuando en cuando. Allí disfrutamos de