Juan Bautista de La Salle. Bernard Hours

Juan Bautista de La Salle - Bernard Hours


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los ejecutores testamentarios.

      El primer hagiógrafo de Juan Bautista marca el tono:

      a medida que él crecía en edad, crecía también en sabiduría ante Dios y ante los hombres; y se notaba, día tras día, que este amable niño era guiado por la piedad y tenía una gran inclinación por el estado eclesiástico. Porque tan pronto como supo servirse de sus pequeñas manos, las empleó en construir pequeños oratorios, junto a los cuales él cantaba e imitaba a su manera las augustas ceremonias de la Iglesia. Y era esa su principal ocupación, y le repugnaba tomar las recreaciones que deseaban que él tomara. Parecía ya que fuera razonable, y que la puerilidad o la infancia le hubieran abandonado desde la edad de cuatro o cinco años, por las preguntas y respuestas que él hacía. Lo que parece, entre otros, por lo que él dijo una vez, cuando sus padres se habían reunido para tomar algunas recreaciones; como eso no le agradaba, fue a encontrar a su madrina y le rogó que le leyera la vida de los santos. Era sin duda un feliz presagio que él imitaría sus santas acciones. Así comenzaba a amar lo que provocó placer a los santos, es decir, la oración y la frecuentación de las iglesias, no teniendo para nada ningún otro placer que cuando su padre lo llevaba al oficio divino, al cual era muy exacto. Y era allí donde él hacía ver su piedad, apresurándose a servir en las misas y anhelando, por así decirlo, las funciones de monaguillo. ¡Y con cuánto fervor y modestia acompañaba él sus pequeños pasos! Él atraía las miradas de todos los asistentes e inspiraba la devoción a quienes lo miraban. (Bernardo, 1965, CL 4, pp. 11-12)

      Maillefer (1966) retoma muy sobriamente la misma idea de la vocación precoz manifestada por «una natural inclinación a la virtud» (CL 6, pp. 41-42). A su vez, y según su costumbre, Blain (1733) la amplifica: lo que ocupa un párrafo más o menos largo en Bernardo y Maillefer, se extiende sobre más de dos páginas, en formato in-octavo, en él. Algunas líneas bastan para comprender la tonalidad:

      desde la cuna parece que la gracia lo distinguió y que ella quería hacer una de sus obras maestras. Nada de pueril en él. Niño, sin tener las inclinaciones de los niños, amaba los ejercicios serios y no hacía aparecer nada en sus acciones propio de la primera edad. Sus entretenimientos, si los tuvo, fueron ensayos de virtud, y la piedad, que es en nosotros el fruto lento y tardío de la gracia, anticipó en él a la razón. Devoto sin gesticulaciones, le agradaban la oración y la lectura de buenos libros; y su inclinación hacia el estado eclesiástico ya se notaba, incluso en sus diversiones, puesto que su placer era levantar iglesias, adornar altares, cantar los cánticos de la Iglesia e imitar ceremonias de la religión Los otros pasatiempos no le gustaban en absoluto; y aunque nació alegre y de buen humor, su inclinación no lo llevaba para nada a las diversiones de lo de su edad. (t. I, p. 118)

      Bernardo y Blain, quienes tuvieron acceso a la Memoria de los orígenes redactada por Juan Bautista, no citan de ella ningún pasaje relativo a su infancia. Hay que deducir que el propio autor casi no la evoca del todo. Sin recurrir a su imaginación, tentación del biógrafo frente a las lagunas de sus fuentes, las únicas sobre las cuales pudieron apoyarse son las memorias recogidas inmediatamente después de su muerte. Incluso si algunas pudieron emanar de miembros de la familia, la más grande prudencia se impone: escritas más de medio siglo después por personas que a lo mejor eran niños en esa época, ¿con qué veracidad se pueden acreditar sus palabras? Nos encontramos frente a un modelo hagiográfico bien conocido, el de la continuidad: según las expresiones consagradas, desde la infancia el «sirviente de Dios» es prevenido por la gracia y toda su vida es una marcha segura hacia la santidad. Ese modelo, en oposición al de la ruptura por la conversión, impone de un modo muy natural los lugares comunes que le permiten funcionar. En el niño son los signos de madurez y de renuncia a todo lo que es «pueril» hasta el punto de que los mismos juegos ponen las premisas de la vocación a la santidad. La realidad de los juegos aquí evocada no se debe poner en duda por fuerza. Se han conservado esos juguetes destinados a despertar la piedad de los infantes: pequeños altares con sus ornamentos litúrgicos en escala reducida para los niños, muñecas religiosas para las niñas. Es muy probable que Luis de La Salle y Nicole Moët se los hayan ofrecido a sus hijos y que Juan Bautista no sea el único de entre los hermanos en haberse divertido con ellos. Pero ha sido necesario esperar el final, es decir, la recogida de los testimonios después de su muerte, para dar retroactivamente un sentido a esos juegos; tanto que el valor de esos testimonios sobre la precocidad de la santidad resulta muy débil.

      Además, la vida de Juan Bautista se articula sobre una ruptura, una verdadera conversión, que se juega de 1678 hasta 1683. Pero no es una conversión a la fe o el descubrimiento de una vocación sacerdotal. Esta última se inscribe en la continuidad de una historia y de un horizonte de expectativas familiares. Ninguna conversión preside la ordenación sacerdotal de Juan Bautista: ella es el fruto de una programación que él interiorizó y por la cual hizo una opción, la etapa lógica para un joven canónigo. No debe sorprender que los testimonios reunidos junto a su familia, que interpretan según la necesidad los juegos infantiles, legitimen la idea de una vocación sacerdotal y al mismo tiempo la mirada que sus parientes proyectaban sobre él. De modo implícito, ellos justifican también la desaprobación que casi todos los suyos manifestaron cuando él abandonó la vía que se le había trazado. Habría sido mucho más significativo que esos testimonios evocaran el atractivo del niño Juan Bautista por los pobres o que él se divirtiera con predilección jugando al maestro de escuela, figura social que no pertenecía a su universo infantil como los primeros. La «gracia» había predestinado a Juan Bautista a ser presbítero y a entregarse a la liturgia, lo que corresponde por excelencia al perfil del canónigo escogido para él; pero Juan Bautista no respondió a eso: él renunció a su canonjía y se entregó a la educación de los jóvenes, que no requería el sacerdocio. ¿La gracia no habría sido tan preveniente como lo hubieran querido Bernardo o Blain? Maillefer se contenta con indicar la seriedad del niño y su gusto por la oración o por los buenos libros, lo que en sí mismo no presagia una vocación sacerdotal y deja a la santidad una gama de posibilidades más abierta.

      Que, como lo dicen los primeros biógrafos, el joven adolescente haya deseado recibir la tonsura, primera etapa de la integración al clero, no tiene nada de inverosímil en sí mismo, incluso si como regla general recibirla tan joven pertenece más a la estrategia familiar que a la voluntad personal. Esta interpretación sería coherente con la hagiografía que nos lo describe como un niño devoto, pero nada obliga a suscribir ese lugar común. Por el contrario, es cierto que él no habría recibido la tonsura sin el aval de su padre, jefe de familia. La ceremonia


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