Alma. Irene Recio Honrado

Alma - Irene Recio Honrado


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me había resistido a entrar en el salón hasta aquel momento. Sin darme cuanta, no había sido el recuerdo de Tom lo que había frenado mi avance, o por lo menos no solo su recuerdo. Le había contado a mi hermano mis secretos en aquella sala. Y estar allí sin él era como tener aquellos recuerdos sin atar, descontrolados, campando a sus anchas, agazapados en un rincón, dispuestos a atacarme. Sabía que aquello era una tontería, pero así me sentía. Tía May continuaba mirándome sabedora de que estaba buscando las palabras para explicarle que recordaba exactamente.

      —No sé si esos recuerdos son reales —musité despacio—. A veces, cuando los dos estábamos aquí, y sin previo aviso, me venían a la mente. Imágenes que ni yo recordaba de cuando éramos unos críos y aún vivíamos aquí. Después de recordar algo que había permanecido oculto en mi mente durante toda mi vida ya no se borraba. Entonces se lo contaba a Tom y él me decía si era real o no. Recuerdo que la primera vez que le conté algo que había recordado se enfureció.

      Mi tía inclinó el cuerpo hacia mí y alargó la mano para ponerme un mechón de pelo rebelde tras la oreja.

      —¿Puedo preguntar cuál fue tu recuerdo Lor?

      Cogí aire, ya había comenzado. No había razón para que no se lo contase, pero sentía que así perdía algo que solo era de Tom y mío. Pero Tom ya no estaba.

      —Recordé a papá —dije sin más.

      Tía May asintió como si esperase esa respuesta. ¿Era tan obvio?

      —Por eso se enfadó tu hermano ¿no es así?

      Asentí.

      —Me dijo que alguien como él no se merecía que yo lo recordara. No estaba enfadado conmigo, sino con él. De hecho en mi recuerdo ni siquiera soy capaz de verle la cara. Está…borrosa—. Aclaré.

      —Ya veo —asintió—, y ¿qué ocurría en ese recuerdo?

      —Nada malo, mamá estaba sentada donde estás tú, Tom estaba en el suelo, jugando con algo y él —dije refiriéndome a mi padre—, estaba de pie junto a la chimenea explicándole algo a mi madre. Sí que recuerdo la cara de mamá aquel día, lo miraba maravillada.

      Mi tía no dijo nada, le dio un largo trago a su copa y yo hice otro tanto.

      —¿Te ha contado tu madre porqué se marchó tu padre? —preguntó de repente.

      Negué con la cabeza. Mamá nunca hablaba de papá. Todo lo que sabía de él eran cosas que me había contado Tom, siempre en tono despectivo. Pero que yo guardaba bajo llave en algún lugar del corazón. Él había tenido a papá en su vida tres años más que yo, y tenía muchos más recuerdos grabados a fuego. Pero siempre los había mantenido a raya. Decía que no necesitaba un padre que huía de su familia, y menos si esa familia éramos nosotros. Aquello siempre me molestó. En cierto modo estaba de acuerdo con Tom en algunas cosas, pero el veto que se había levantado alrededor de la figura de mi padre solo provocaba en mí más curiosidad.

      —Tú sabes qué pasó —dije a mi tía, no era una pregunta sino más bien una certeza.

      Mi tía me miró y asintió gravemente.

      —No me corresponde a mí contártelo. ¿No crees?

      Resoplé, claro que no. Pero no podía esperar respuestas de mamá. Y menos de Tom. Me levanté y recorrí la sala. Me puse cerca de la chimenea, mirando hacia la ventana del otro extremo.

      —Tengo otro recuerdo —agregué—. No es tan doloroso como el primero, supongo que porque no es tan idílico. Discutían, aquí mismo. Mamá estaba alterada, yo estaba agazapada detrás del sofá junto a Tom. Papá empezó a gritar, no recuerdo que decían. Pero la cosa se caldeaba más, y hubo un momento en el que temí que papá pegase a mamá. Tom se puso en pie y salió de nuestro escondite pero no llegó a ponerse entre ellos porque en aquel momento entraste tú. Fuiste directa a mi padre y te plantaste frente a él. Le dijiste algo en un susurro y él se paró en seco. Dio media vuelta, cogió su chaqueta y se marchó.

      —Recuerdo ese día —respondió mi tía—, fue la última vez que vimos a tu padre.

      —Entonces ese recuerdo es real. Nunca se lo pregunté a Tom porque nunca se lo conté.

      Fui de nuevo hacia el sofá, pero me senté en el suelo. Allí donde lo había hecho mi hermano tantos años antes.

      —¿Qué le dijiste? Eso si puedes contármelo, ¿no?

      Se hizo un silencio, después murmuró:

      —Mi casa, mis normas.

      Allí estaban. Las cuatro palabras más autoritarias de la familia Blake. Jamás cuestionadas. Jamás discutidas.

      —Verás, Lor —comenzó tía May haciendo girar el contenido de la copa con un levísimo movimiento de muñeca—. No puedo contarte por qué se marchó tu padre. Pero lo que sí puedo decirte, es que jamás me metí en los asuntos amorosos de mi hermana. Salvo en aquella ocasión. Esta es la casa de mis padres, y antes lo fue de mis abuelos. Mi sitio está aquí. Y el de tu madre también. Ella decidió marcharse y yo respeté su decisión. Pero esta sigue siendo su casa. Y nadie, repito, nadie, puede dañarnos en nuestra casa.

      Le di otro trago a mi copa. Y mi tía hizo otro tanto.

      —Tía May.

      —¿Mmm?

      —Hay algo que quería preguntarte acerca de las normas. Más bien, sobre LA norma.

      Mi tía me miró nuevamente con atención, esperando a que continuase.

      —Creo que —empecé cautelosa— no somos las únicas personas que acatamos la orden de no estar en la montaña cuando se pone el sol.

      Unas finas líneas surcaron su frente mientras fruncía el ceño y entrecerraba los ojos, pensativa.

      —Verás —continué—, hoy he escuchado a los Tyler. Y parece que ellos también cumplen a rajatabla esa norma.

      Mi tía asintió en silencio con la mirada perdida. Pero no dijo nada. Le di otro trago al combinado. Cuando ya creía que no se pronunciaría, se puso de pie y fue hacia la ventana. Se quedó allí, absorta en sus pensamientos durante unos segundos que me parecieron eternos.

      —¿Alguna vez, después de marcharos de aquí, os contó vuestra madre la leyenda de la montaña? —preguntó por fin.

      —No —negué con la cabeza—. Nunca le gustó hablar de eso, decía que todo era folclore popular y esas cosas.

      Tía May negó con la cabeza y apretó la mandíbula.

      —Qué difícil me pones las cosas, Sarah —susurró al reflejo del cristal.

      —¿Qué ocurre, tía May? —pregunté.

      —Creo que ha sido suficiente por hoy —dijo volviéndose hacia mí—. Mañana será un día duro.

      —¿Te ha dicho mi madre que no me cuentes la leyenda?

      Mi tía apuró su copa y golpeó suavemente el cristal con las uñas.

      —No. Pero no te lo contaré hasta que no me dé permiso. No quiero que se vuelva loca.

      Aquello me indignó. Tía May debió darse cuenta por la expresión de mi cara. Porque se echó a reír.

      —No tiene gracia —dije haciendo un mohín—. Me siento como un bebé al que no se le cuenta nada.

      —Para tu madre es así —susurró cariñosamente alzando mi barbilla con sus ajadas manos—. No es para tanto querida, además es algo temporal. Tu madre entrará en razón.

      —Eso espero —murmuré.

      Apuré mi copa también, y nos fuimos a dormir.

      Mientras me metía en la cama recordé que había olvidado preguntarle


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