A tu lado. Cristina G
brillantes. No se distinguía demasiado de Nueva York, aunque San Francisco era más tranquila, a mi parecer. De pronto escuché un grito ahogado.
—¡Kyle!
Me giré y descubrí a Emma en la puerta abierta de la azotea, jadeando, con el rostro enrojecido. Estuve a punto de reírme por su aspecto, pero no pude hacerlo. Caminó hacia mí con paso furioso.
—¡¿Estás loco?! ¡¿Qué haces aquí?! —bramó, histérica.
—Necesitaba tomar el aire, y esto me relaja —dije, a modo de disculpa.
Me sorprendí por su estado de histeria. ¿Por qué estaba tan nerviosa?
—¡¿Y no podías pedir ayuda a alguien o avisar?!
—Lo siento —susurré.
Ella respiró hondo, colocando las manos en sus caderas, después me miró y señaló con su dedo.
—¿Sabes el susto que me has dado? Viene la enfermera y me dice que has desaparecido. Se me ocurre subir aquí, ¡y me veo la silla de ruedas y la puerta abierta! Pensaba que…
—¿Que había venido a lanzarme desde la azotea? —pregunté, escéptico, conteniendo ya la risa.
Ella adoptó una mirada totalmente velada de preocupación, pero rápidamente la cambió por una fulminante.
—¡Y yo que sé! Estabas tan mal por lo que te dijo Jase de tu pierna… ¡Da igual! ¡No vuelvas a subir aquí! ¡Es peligroso! —Me señaló la pierna y abrió mucho la boca—. ¡Y oh, estás de pie y caminando, te dijimos que todavía no!
La sujeté por los hombros, hasta que dejó de hablar y se centró en mis ojos. Su verdadera preocupación me enterneció, pero me estaba poniendo nervioso.
—Cálmate. —La giré, obligándola a mirar la lejanía—. Y no me digas que no puedo volver, este sitio es la hostia.
—Kyle… —me regañó.
Me encogí de hombros, de repente me sentía mucho mejor, más animado que en aquellos dos días. Emma volvía a dirigirme la palabra, aunque hubiera sido a la fuerza.
—Y te voy a decir más… —dije.
Me senté en el suelo, después me tumbé contra el frío piso de piedra. Emma me miró como si me hubieran salido tres ojos más.
—¿Se puede saber qué haces? —preguntó, alarmada—. ¡Levanta de ahí! Estamos en pleno febrero.
—¿Por qué no te tumbas conmigo?
—¿Qué? —graznó.
Me reí. No sabía ni lo que estaba haciendo, pero era divertido. Tenía frío, sí, joder si tenía. Pero llevaba muchos años haciendo aquello, y nunca me importó la época que fuera. Palmeé el suelo a mi lado y a Emma pareció que iba a salirle humo de las orejas.
—No voy a hacerlo, estás completamente loco.
—¿Tienes algo que perder?
—Mi bata se ensuciará.
—Vamos, te mueres por hacerlo. ¿Es miedo eso que huelo?
Vi como su rostro enrojecía de rabia y yo sonreí sin poder evitarlo. Bueno, hacerla rabiar continuaba siendo uno de mis grandes pasatiempos. Finalmente, Emma miró a los lados, soltó varias palabrotas en voz baja y se sentó, enfurruñada, a mi lado, para después tumbarse. Giró el rostro hacia mí, y me observó con el ceño fruncido.
—Esto no es nada profesional —murmuró.
—Olvídate de tu bata por un momento, doctora, y mira eso —dije, señalando al cielo.
El cielo nocturno era iluminado por una pequeña y menguante luna brillante hasta la saciedad, y varias estrellas centelleantes. Emma las observó y su ceño se fue relajando. Su pelo se había esparcido por el suelo de piedra, haciéndome cosquillas en la oreja derecha. El tirón que noté en el estómago me hizo ponerme tenso de pronto. Sé que había decidido mantener las distancias entre nosotros, y que estaba claro que cualquier amigable acercamiento no podía ser bueno. Había mucho rencor dentro de mí, y de ella, pero algo me incitaba a intentar al menos que fuéramos colegas, ya que el puto destino nos había hecho juntarnos, que pudiéramos hablar sin sentirnos incómodos.
—Nunca me fijo en que hay tantas estrellas —comentó.
—Aquí hay mucha contaminación lumínica, pero si estás en el sitio adecuado, pueden verse algunas.
—¿Has hecho esto muchas veces?
—Desde pequeño. Me encantaba el baile y el cielo. —Emma ahogó una carcajada, que provocó un sonido ronco de su garganta. La miré mal—. Sé que suena muy cursi, ¿ok? De pequeño me encantaba el cuento de El principito. Mi madre siempre me lo leía y me contaba cosas sobre las estrellas y los planetas.
—Así que, por eso siempre subes a las azoteas. ¿Eres un experto en estrellas?
—Por supuesto —mentí.
Emma me miró divertida y señaló una con el dedo.
—Ah, ¿sí? ¿Cuál es esa, señor experto?
—Ni tengo ni puñetera idea —contesté sincero.
Ella comenzó a reír y yo me sentí demasiado extraño. Escuchar el sonido melódico de su risa después de tantos años me provocaba un sentimiento de alivio mezclado con asfixia. Era como meterse en el mar en un día caluroso, pero ahogarse en dos segundos. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, Emma dejó de reír rápidamente.
—Perdona —murmuró, como si hubiera hecho algo malo.
—Al menos has vuelto a hablarme.
Ella me oteó de reojo. Aquella frase no pareció gustarle mucho, debió de recordar que había dibujado su línea separándose de mí, y que no debería estar allí en ese momento.
Giré el rostro para mirarla, la fría brisa le había puesto unos cabellos en la mejilla. Alcé la mano en un impulso, y en ese momento sentí tanto miedo que pensé que me temblaría. Ella se quedó paralizada cuando rocé su rostro con los dedos y aparté el pelo de su piel. Clavó sus ojos claros en los míos, sorprendida, asustada. Y algo más, pero no supe qué.
Ni tampoco sabía qué mierda estaba haciendo yo.
Cuando Kyle rozó mi rostro con su mano, una sensación electrizante logró que mi estómago subiera a mi garganta, mi piel se erizara y me quedara sin palabras. Pude sentir a la perfección el famoso aleteo martirizante e imprevisible de las mariposas en mi vientre.
Y tuve miedo.
Tuve miedo al igual que lo tuve cuando la enfermera, nerviosa y enrojecida, apareció en la sala.
—El… el paciente… el paciente de la 302 —exclamó, inquieta. Levanté la vista de mis papeles— … no está.
—¿Cómo que no está? —pregunté, encendiendo todas mis alarmas.
—No estaba en la habitación cuando he ido a cambiarle el gotero, he mirado en el baño, en los pasillos, ¡en todas partes! No sé dónde está.
Mi primera reacción fue preocuparme, enloquecer más bien. Kyle estaba impedido, con un brazo roto, una pierna mala y un cerebro inútil. Eso era, ¡un inútil! ¿Dónde narices había podido ir ese idiota? Porque dudaba que alguien hubiera ido a secuestrarle o le hubiera hecho desaparecer con la capa mágica de Harry Potter. Debía de estar en algún lado, y yo iba a encontrarle y a sacarle de las orejas.
—Vamos —le dije a la enfermera.
Las dos caminamos