Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento- Daniel. Carl Friedrich Keil

Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento- Daniel - Carl Friedrich Keil


Скачать книгу
suponer que Ezequiel realizó la primera de estas afirmaciones catorce años después que Daniel fuera llevado cautivo a Babilonia y la segunda dieciocho años después del comienzo de ese cautiverio, y también que la primera se hizo once años (y la segunda catorce años) después de su elevación al rango de presidente de los sabios caldeos. Según eso no puede sorprendernos el hecho de que la fama de su justicia y de su admirable sabiduría se hubiera extendido tanto entre los exilados judíos que Ezequiel pudiera presentarle como un brillante ejemplo de estas virtudes.

      En esa línea debemos tener en cuenta que, en el tiempo del rey Baltasar, Dios le dio una nueva oportunidad para leer e interpretar la misteriosa escritura del muro, mostrando así sus dones proféticas sobrenaturales, en gracia de lo cual Daniel fue elevado por el rey a uno de los rangos más altos de la administración del reino; también debemos recordar que bajo el reinado del rey Darío, el Medo, Dios le liberó de las maquinaciones de sus enemigos, salvándole de las fauces de los leones, de manera que él no solo alcanzó una larga edad, manteniendo su alto oficio, sino que recibió nuevas revelaciones de Dios, en relación con el despliegue del poder del mundo y del Reino de Dios, unas revelaciones que sobresalen por su precisión sobre todas las predicciones de los profetas.

      Por todo eso, resulta normal que una vida tan llena de las maravillas del poder y de la gracia de Dios haya atraído no solo la atención de sus contemporáneos, sino que se haya vuelto después de su muerte en motivo de una fuerte atención, como lo muestran las adiciones que su libro ha recibido en la traducción alejandrina de los LXX, en la Agadah posterior judía, adiciones que han sido ampliadas por las Padres de la Iglesia e incluso por los autores musulmanes. Cf. Herbelot, Biblioth. Orient, bajo la entrada Daniel, y Delitzsch, De Habacuci Proph. vita atque aetate, Leipzig 1842, p. 24ss.

      Sobre el fin de la vida de Daniel y su entierro no se sabe nada cierto. La opinión de los afirman que volvió a su patria (cf. Carpzov, Introd. III. p. 239s.) tiene tan poco valor histórico como la opinión de los que dicen que murió en Babilonia y que fue enterrado en el sepulcro del rey (Pseud.-Epiph.), o de los que dicen que su tumba estaba en Susa (Abulafia y Benjamin de Tudela).

      En oposición directa a los extensos testimonios de la veneración con que se miró al profeta, se ha elevado después la crítica naturalista moderna que, partiendo de su antipatía contra los milagros de la Biblia, sosteniendo que el profeta ni siquiera existió, pues su vida y “trabajos”, tal como han sido recordados en el libro de su nombre, son una mera invención de un judío del tiempo de los macabeos, que atribuyó su ficción a Daniel, partiendo del nombre de un héroe desconocido de la antigüedad mítica (Bleek, von Lengerke, Hitzig) o del exilio del tiempo de los asirios (Ewald).

      A pesar de que Daniel vivió durante el exilio de Babilonia, él no moró en medio de sus paisanos, que habían sido llevados también a la cautividad, como en el caso de Ezequiel, sino en la corte del supremo mandatario del mundo, y al servicio del Estado. Para comprender en esa perspectiva su trabajo al servicio del Reino de Dios, tendremos, ante todo, que aclarar en lo posible el significado del exilio de Babilonia, no solamente para el pueblo de Israel, sino para las naciones paganas, en elación con el consejo divino de la salvación para la raza humana.

      Fijemos ante todo nuestra atención en el significado del exilio para Israel, pueblo de Dios, bajo el Antiguo Testamento. La destrucción del reino de Judá y la deportación de los judíos en la cautividad de Babilonia no solo puso fin a la independencia del pueblo de la alianza, sino también a la continuidad de la constitución del reino de Dios que había sido fundado en el Sinaí. La destrucción del reino no fue solo temporal, sino para siempre, porque ese reino de Judá no fue nunca restaurado en su integridad.

      Ciertamente, en la fundación de la Antigua Alianza, a través de la circuncisión, entendida como signo de su pacto con el pueblo escogido, Dios había dado al patriarca Abrahán la promesa de que él establecería su alianza con él y con su descendencia como alianza eterna, de manera que él sería su Dios y les daría la tierra de Canaán como posesión perpetua (Gen 17, 18-19). De un modo consecuente, cuando se estableció esta alianza con el pueblo de Israel por medio de Moisés, los elementos fundamentales de la constitución de la alianza se establecieron como instituciones eternas (~lwo[ tQx).

      Esto sucede por ejemplo en las estipulaciones conectadas con la fiesta de pascua, (Ex 12, 14. 17. 24), con el día de la expiación (Lev 16, 29.31. 34) y con otras fiestas (Lev 23, 14. 21. 31. 41) y con las estipulaciones más importantes relacionadas con el ofrecimiento de los sacrificios (Lev 3, 17; 7, 34. 36; 10, 15; Num 15, 15; 18, 8. 11.19) y con los derechos y deberes de los sacerdotes (Ex 27, 21; 28, 34; 29, 28; 30, 21) etc.

      Dios cumplió su promesa. Él no solamente liberó a las tribus de Israel de la esclavitud de Egipto con las maravillas de su poder soberano y le dio en posesión la tierra de Canaán, sino que les protegió allí de sus enemigos, y les dio después un rey, llamado David, que les gobernó según su voluntad divina, y les hizo vencer sobre todos sus enemigos, haciendo que Israel fuera un pueblo poderoso y próspero. Más aún, él concedió a David, su siervo, quien después de haber vencido a todos los enemigos del entorno, quería edificar una casa para el Señor, esta gran promesa a fin de que su nombre y reino pudiera permanecer para siempre:

      Cuando se cumplan tus días y reposes con tus padres, yo levantaré después de ti a un descendiente tuyo, el cual procederá de tus entrañas, y afirmaré su reino. Él edificará una casa a mi nombre, y yo estableceré el trono de su reino para siempre. Yo seré para él, padre; y él será para mí, hijo. Cuando haga mal, yo le corregiré con vara de hombres y con azotes de hijos de hombre. Pero no quitaré de él mi misericordia, como la quité de Saúl, al cual quité de tu presencia. Tu casa y tu reino serán firmes para siempre delante de mí, y tu trono será estable para siempre (2 Sam 7, 12-16).

      Según eso, tras la muerte de David, cuando su hijo Salomón edificó el templo, vino sobre él la palabra del Señor y le dijo: “Si caminas en mis estatutos, y pones por obra mis decretos, y guardas todos mis mandamientos andando de acuerdo con ellos, yo cumpliré contigo mi palabra, la que hablé a tu padre David: Habitaré en medio de los hijos de Israel, y no abandonaré a mi pueblo Israel” (1 Rey 6, 12-13).

      Una vez finalizada la construcción del templo, la Gloria del Señor lleno la Casa, y Dios se apareció por segunda vez a Salomón, renovando su promesa: “Si andas delante de mí como anduvo tu padre David, con integridad de corazón y con rectitud, haciendo todas las cosas que te he mandado y guardando mis leyes y mis decretos… entonces estableceré para siempre el trono de tu reino sobre Israel, como prometí a tu padre David” (1 Rey 9, 4-5).

      El Señor fue fiel a esta palabra que él había dado al pueblo de Israel y a la descendencia de David. Ciertamente, cuando en su ancianidad, por influencia de sus mujeres extranjeras, Salomón fue inducido a introducir la adoración de ídolos, Dios visitó la casa del rey con castigos, permitiendo la rebelión de las diez tribus, tal como aconteció después de la muerte de Salomón. Pero, a pesar de ello, Dios concedió a Roboam, hijo de Salomón, el reino de Judá y Benjamín, con la capital Jerusalén y el templo, y le conservo este reino, a pesar de la rebelión contante del rey y del pueblo, que se inclinaban a la idolatría, incluso después que los asirios hubieran destruido el reino de las diez tribus, que fueron llevadas a la cautividad.

      Pues bien, a lo largo de su historia, también el reino de Judá llenó la medida de su iniquidad, a través de la maldad de Manasés, haciendo que recayera sobre ellos el juicio de la destrucción del reino, de manera que sus habitantes fueron llevados cautivos a Babilonia.

      En su último discurso y advertencia dirigida al pueblo, condenando su continua apostasía del Señor su Dios, entre otros castigos que caerán sobre ellos, Moisés les amenaza con este último: El mismo Dios les “visitaría”, les condenaría, mandándoles al exilio. Esta amenaza fue repetida por todos los profetas; pero, al mismo tiempo, siguiendo el ejemplo de Moisés, ellos anunciaron al pueblo pecador que el Señor ofrecería de nuevo su favor a los que fueran arrojados al exilio, en el caso de que ellos, humillados por sus sufrimientos, retornaran a él nuevamente. Así les prometió que les reuniría de nuevo de


Скачать книгу