Comentario al texto hebreo del Antiguo Testamento- Daniel. Carl Friedrich Keil
en los valles de los incidentes normales de la historia, que se extienden entre algunas de esas montañas. Esto pertenece al carácter fundante de la profecía, y a partir de aquí se entiende el hecho de que, por lo general, ellas no ofrecen fechas fijas y de esa forma vinculan apotelesmáticamente los puntos de la historia que abren el camino hacia el final con el mismo final, como si fuera contemporáneos. Esta peculiaridad formal de la contemplación profética no debe llevarnos a dudar de la verdad misma del mensaje de las profecías. El hecho de unir la gloria futura del Reino de Dios bajo el Mesías con la liberación de Israel del exilio tiene una perfecta veracidad interna.
El hecho de que el pueblo de la alianza haya sido expulsado de la tierra del Señor y haya sido sometido por los pecados al exilio, fue no solo el último de aquellos juicios con los que Dios había amenazado a su pueblo degenerado, sino que ese juicio continúa cumpliéndose hasta que los perversos rebeldes sean exterminados, y los penitentes se hayan convertido con sincero corazón al Señor Dios, siendo salvados por Cristo. De un modo consecuente, el exilio fue para los judíos el último espacio para el arrepentimiento que Dios les concedía por su fidelidad a la alianza.
Todos aquellos que no se arrepientan ni se reformen por ese severo castigo, sino que continúen oponiéndose a la voluntad gratuita de Dios, caerán bajo el juicio de la muerte. Solo aquellos que se vuelvan al Señor, su Dios y Salvador, serán salvados, reunidos de entre los paganos, vinculados con los vínculos de la alianza, a través de Cristo, compartiendo las riquezas prometidas de la gracia, en su Reino.
Pero con el exilio de Israel en Babilonia comenzó también un punto de inflexión fundamental para la historia futura de las naciones. Mientras Israel vivía dentro de las fronteras de su propia tierra separada, como un pueblo particular, bajo la guía inmediata de Dios, las naciones paganas que vivían en su entorno tuvieron diversos conflictos con los israelitas, y Dios les utilizaba como una vara de castigo para corregir a su pueblo rebelde. Aunque esas naciones estaban en general enfrentadas entre sí, estando también separadas unas de las otras, cada una se desarrolló a sí misma conforme a sus propias tendencias, sin relación interna.
Por otra parte, desde tiempo antiguo, los grandes reinos del Nilo y del Eufrates habían luchado por siglos para ampliar su poder, convirtiéndose en poderes mundiales. Por su parte, los fenicios de la costa del mar Mediterráneo se dedicaron al comercio buscando la forma de enriquecerse con los tesoros de las tierras del entorno. En este desarrollo, tanto las naciones más pequeñas como las más grandes aumentaron gradualmente su poder. Dios permitió que cada una de ellas siguiera su propio camino, y les concedió muchas cosas buenas, de forma que pudiera buscar al Señor y pudieran sentirse felices con él, y así alcanzarle. Pero el principio del pecado que habitaba dentro de ellas había envenenado su desarrollo natural, de manera que se fueron separando más y más del Dios vivo y del bien duradero, hundiéndose de manera cada vez más profunda en todo tipo idolatría e inmoralidad, de manera que fueron avanzando rápidamente hacia su destrucción.
Entonces, Dios comenzó a zarandear a las naciones del mundo a través de sus grandes juicios. Los caldeos se elevaron a sí mismos, bajo la dirección de líderes enérgicos, convirtiéndose en un poder mundial, que no solo superó al reino de Asiria y subyugó a las naciones menores del entorno asiático, sino que sometió bajo su poder a los fenicios y los egipcios, poniendo bajo su dominio a todos los pueblos civilizados del oriente. Con la monarquía fundada por Nabucodonosor comenzaron los grandes poderes mundiales que se sucedieron unos a los otros, en rápida sucesión, sin intervalos muy largos, hasta que surgió el poder mundial de Roma, bajo el que quedaron sometidas todas las naciones civilizadas de la antigüedad, de manera que, con la aparición de Cristo, vino a culminar el mundo antiguo.
Estos poderes mundiales, que se destruían unos a los otros, dejando cada uno lugar para los siguientes, después de una breve existencia contribuyeron, por un lado, a que las naciones conocieran la falta de poder y la vanidad de sus ídolos, enseñándoles la naturaleza pasajera y la vanidad de toda la grandeza y gloria humana; y por otro lado esa historia puso límites al establecimiento y triunfo de las diferentes naciones, cada una con sus intereses separados.
De esa manera se impidió la deificación de las particularidades nacionales en el campo de la educación, de la cultura, del arte y de la ciencia, y así, a través de la expansión del idioma y de las costumbres del pueblo física o intelectualmente dominante, por encima de las diversas nacionalidades integradas en su imperio, se preparó el camino para superar el aislamiento particular de las tribus, separadas unas de las otras, por lengua y costumbres, a fin de que todas las naciones dispersas de la raza humana pudieran reunirse en una familia universal. De esa manera, esos imperios universales abrieron el camino para la revelación del plan divino de la salvación para todos los pueblos, mientras que se iba destruyendo la fe de los paganos en sus dioses, se arruinaban los frágiles soportes de la religión pagana y de esa forma iba creciendo el deseo de la venida del Salvador que les liberara del pecado, de la muerte y de la destrucción.
Pero Dios, Señor de cielo y tierra, reveló a los paganos su eterna divinidad y su divina esencia invisible, no solo a través de su gobierno todopoderoso, disponiendo los asuntos de su historia, sino que también él mismo, a través de cada gran acontecimiento, en el desarrollo histórico de la humanidad, anunció su voluntad a través de aquel pueblo al que había elegido como depositario de su salvación. Ya los patriarcas, a través de sus vida y de su temor de Dios, habían anunciado a los cananeos el nombre del Señor, y lo hicieron de un modo tan preciso que fueron conocidos como los “príncipes de Dios” (Gen 23, 6), y de esa forma ellos le conocieron como Dios supremo, creador de cielo y tierra (Gen 14, 19. 22).
De esa manera, cuando Moisés fue enviado al Faraón para anunciarle la voluntad de Dios, en relación a la salida del pueblo de Israel de Egipto, y cuando el faraón se negó a escuchar la voluntad de Dios, su tierra y su pueblo fueron azotados por las maravillas de la omnipotencia divina, de manera que los egipcios no solo aprendieron a temer al Dios de Israel, sino que el temor y temblor de Dios se extendió también sobre los príncipes de Edom y de Moab, y sobre todos los habitantes de Canaán (Ex 15, 14).
Después, cuando Israel llegó a las fronteras de Canaán y el rey de Moab, en unión con el príncipe de Madián, llamó de Mesopotamia al famoso adivino Balaam, para que destruyera al pueblo de Dios con su maldición, Balaam fue obligado a predecir al rey y a sus consejeros, según la voluntad de Dios, el victorioso poder de Israel sobre todos sus enemigos, y la sumisión de todas las naciones paganas (Num 22-14). En las etapas siguientes, el Señor Dios se mostró a las naciones, siempre que ellas atacaran a Israel en contra de su voluntad, como el Dios todopoderoso que puede destruir a sus enemigos.
Incluso los prisioneros de guerra israelitas fueron un medio para que el gran nombre del Dios de Israel fuera conocido a los paganos, como puede verse por la historia de la curación de Naamán el sirio, por medio de Eliseo (2 Rey 5). Este conocimiento del Dios vivo y todopoderoso se extendió aún más en el extranjero, entre los paganos, a través de la cautividad de las tribus de Israel y de Judá en Asiria y Caldea.
Y precisamente para preparar por medio del exilio al pueblo de Israel así como al conjunto de los paganos para la aparición del salvador de todas las naciones y para la recepción del evangelio, el Señor envió a los profetas, que no solamente predicaron su ley y su justicia entre el pueblo de la alianza dispersados entre las naciones, haciendo así que se conociera más extensamente el consejo de su gracia, sino que, por palabra y obra, dieron testimonio de la omnipotencia y gloria de Dios, el Señor de cielo y tierras, ante los gobernante paganos del mundo. Esta es la misión que realizaron Ezequiel y Daniel.
Dios colocó al profeta Ezequiel entre sus paisanos exilados como un vigía sobre la casa de Israel, a fin de que él pudiera aconsejar a los impíos, proclamando ante ellos de un modo continuo el juicio que les esperaba, y que caería sobre ellos, destruyendo sus vanas esperanzas de una rápida liberación del cautiverio y de una vuelta a su tierra. Al mismo tiempo él recibió el encargo de testificar ante los temerosos de Dios, que estaban aplastados bajo el peso de su opresión, con el riesgo de dudar de la fidelidad de Dios al pacto, el cumplimiento cierto de las predicciones de los profetas anterior y la restauración y cumplimiento del Reino de Dios.
Pues bien, Dios encargó a Daniel una acción