Estados traumatizado y no traumatizado de la personalidad. Rafael E. López Corvo

Estados traumatizado y no traumatizado de la personalidad - Rafael E. López Corvo


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si el tiempo no hubiese transcurrido. Esta condición está directamente relacionada a la intolerancia a la frustración y al odio a la realidad, características de una mente dominada por el estado traumatizado de la personalidad (Bion, 1967, p. 43; 1992, pp. 53-54). En esta condición, cuando el Yo del adulto falla en tolerar la frustración originada por la realidad, los aspectos emocionales inconscientes del trauma pre-conceptual asumen automáticamente el control y el trauma original es inconscientemente re-vivido otra vez, antes que la función alfa pueda intervenir; un mecanismo al cual Bion se refirió como “reversión de la función alfa”6. Ante tal situación se requerirá un ejercicio inmediato de rêverie y contención, desde la función alfa presente en el estado no-traumatizado, hacia el elemento “niño-traumatizado” o estado traumatizado. Creo con Bion que lo opuesto a la realidad no es la satisfacción de impulsos, como una vez insinuó Freud, sino un alto nivel de intolerancia a la frustración que se produce en el Yo cuando no cuenta con la ayuda de la función alfa. Se establece entonces una dialéctica como expresión de la “prueba de realidad”, entre la situación actual que inunda al Yo y los traumas pre-conceptuales almacenados como elementos beta; esto muestra alguna similitud con la teoría de Freud sobre la “angustia señal”. La correlación no es entre realidad y placer sino entre “estar soñando” o “estar despierto”, lo cual se encuentra sujeto a la existencia de una función alfa y a la barrera de contacto. “Estar soñando” es algo similar a lo planteado por Platón en la alegoría de la cueva, donde las mentiras o distorsión de los hechos son el regulador, debido a una pobre tolerancia a la frustración y a un terror a la violencia de la verdad.

      Hay dos clases de “emociones diferidas”, dependiendo de la intensidad de los traumas pre-conceptuales y conceptuales: a) Una que existe de manera continua e imperceptible y depende de la “prueba de realidad”, es decir, cuando existe un alerta mantenido de la función alfa que permite discriminar entre la realidad externa en el presente y la realidad interna producto del trauma pre-conceptual del pasado. Esta forma de acción diferida depende de la cualidad e intensidad del trauma pre-conceptual en cuestión. b) Existe también otra clase de emoción diferida, como aquellas emociones inconscientes de traumas pre-conceptuales que son detonadas por el trauma conceptual para el momento en que éste acontece. Esta forma de acción diferida depende más de la cualidad e intensidad del trauma conceptual.

      Un cambio de los vínculos emocionales, de negativos a positivos, es absolutamente indispensable para que el adulto logre modificar el impacto negativo que una vez tuvo la experiencia traumática con sus padres en la infancia, o sea, la época cuando el trauma pre-conceptual tuvo lugar. Tales identificaciones tempranas almacenadas simultáneamente tanto en el Yo como en el Superyó adulto, pueden ser actuadas luego en la vida adulta, de modo inconsciente, entre diferentes objetos parciales internos los cuales pueden ser proyectados mediante identificaciones proyectivas; en forma similar a como una vez fueron actuados por los padres hacia sus niños.

      Una corta viñeta pienso que sería de ayuda. Después de siete años de análisis, Hilda, una paciente que había recurrido a la intelectualización como una forma central de defensa, hablaba acerca de un cambio de actitud significativo hacia su madre y su hermano mayor, a quienes ella resentía mucho por cuanto siempre había creído que él era el favorito de su madre mientras ella siempre se había sentido excluida. Leyó entonces una carta muy emotiva que había recibido de su madre anciana, dándole las gracias por la tarjeta de felicitación que Hilda le había enviado para su cumpleaños; agrega que eso es algo que la madre no hace a menudo. Contratransferencialmente sentí la tristeza que emanaba de la carta; sin embargo, Hilda comenzó a reír compulsivamente. Le pregunté por qué se reía siendo que no había nada divertido en la situación, e inmediatamente rompió en un llanto desconsolado. Reír era una defensa, una negación al temor de contactar con sus heridas emocionales, aunque también era la expresión de su actitud hacia un “elemento niña” interno en ella, que se sentía herida, triste y desolada, como si la “risa fuera de lugar” representara un elemento interno cruel e insensible que ahora negaba, análogo quizás a la madre, quien en su momento pudo haber reído ante la miseria emocional de la niña. Pareciera como si la “parte adulta” en ella no tuviese la capacidad de contener al “elemento niña triste y abandonada” en ella, como si careciese de una preocupación y amor positivo hacia sí misma, diferente por lo tanto a la actitud que su madre pudo haber tenido hacia ella cuando era una niña. Ahora parecía que Hilda repetía, dentro de su propia mente –mediante la interacción entre un Superyó traumático cruel e insensible y otro elemento yoico indefenso y sometido– la misma situación, de la cual se quejaba continuamente en el análisis, específicamente aquella que tuvo lugar entre su madre y ella, cuando era una niña.

      En este capítulo presentaré un caso clínico a fin de investigar cómo los traumas pre-conceptuales obstruyen la posibilidad de lidiar con las emociones sucesivas que puede producir una amenaza de muerte real y violenta. Con mucha frecuencia, sentimientos intensos vinculados a la fenomenología de eventos traumáticos tempranos, ocultan los hechos producidos por una situación real actual durante la intervención analítica. Previo a considerar el material clínico, será de utilidad resaltar algunos aspectos relativos a la muerte y al instinto de muerte.

      El instinto de muerte

      Lo que le intrigó a él [Freud] en ese entonces, al igual que intrigó a otros, fue sólo que él hubiese dudado en elevar la agresividad como rival de la libido. “¿Por qué hubimos nosotros” –se preguntó posteriormente– “de necesitar tanto tiempo antes de decidir reconocer a la agresividad como un impulso?”. Recordó un poco arrepentido su propio rechazo defensivo hacia tal impulso, cuando surgió la idea por vez primera en la literatura psicoanalítica, y “cuánto tiempo me tomó antes de hacerme receptivo a ello”. En aquellos años, concluye Gay, Freud simplemente no estaba listo [p. 396].

      Sin embargo, anexo a este reconocimiento tardío, hubo otras complicaciones. Estar consciente de la existencia del “impulso de muerte” fue un proceso lento en las investigaciones de Freud. “Es esencial –dicen Laplanche y Pontalis (1967)– relacionar el concepto de instinto de muerte con la evolución del pensamiento de Freud y así descubrir qué necesidad estructural se logra responder, al introducirlo en el contexto de la revisión general conocida como la encrucijada de 1920” (1988, p. 97); finalmente introdujo la noción de este impulso tal como lo conocemos en el presente.

      En relación al artículo de Spielrein, sólo conozco el capítulo que presentó en la sociedad. Es muy inteligente; todo lo que dice tiene un significado; su impulso destructivo no es del todo de mi agrado, por cuanto creo está condicionado por su persona. Ella parece anormalmente ambivalente. [Van Waning, 1992, p. 405; López-Corvo 1995, pp. 114-115]

      Freud tuvo un desacuerdo similar con Adler, por esa misma época, objetando que éste hacía mucho énfasis en la importancia a la agresión. Gay (1998) dijo al respecto:

      Él [Freud] había escuchado larga


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