Hacienda pública - 11 edición. Juan Camilo Restrepo

Hacienda pública - 11 edición - Juan Camilo Restrepo


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una mayor presión impositiva que, al terminar las hostilidades, no es desmontada por las autoridades públicas sino que se aprovecha para mantener un nivel más alto de tributación al existente en la preguerra.

      Pero si la constatación anterior explica el incremento del gasto público entre las dos guerras mundiales, ¿qué explica el incremento igualmente notable en la segunda mitad del siglo XX?

      Es evidente que la explicación de este fenómeno radique en la explosión del gasto público que se ha dado prácticamente en todo el mundo en torno a los gastos asociados a la seguridad social. En efecto, mientras que los gastos públicos vinculados a la seguridad social en 1870 escasamente ascendieron a un 1% del PIB, en 1960 llegaron al 10%, y en 1995 al 23%, según los datos de los autores que hemos venido citando.

      En Colombia no estamos muy lejos de estos porcentajes: cerca de la mitad de todos los gastos que contiene el presupuesto central de la Nación se dirigen hacia la llamada “inversión social” (educación, salud básica, pensiones).

      Es decir, podemos afirmar que hoy en día en el Estado contemporáneo algo muy cercano al 50% del total del gasto público que se ejecuta está asociado a modalidades de gasto social que no se entendían como propios del Estado, a la luz del pensamiento prevaleciente a finales del siglo XIX.

      A diferencia de lo acontecido durante los años cincuenta y sesenta, en los que hubo un gran entusiasmo por el crecimiento del gasto público en casi todo el mundo, hoy en día, y prácticamente también sin excepción, se está produciendo un movimiento político y académico en sentido contrario: ahora se trata de dar una respuesta a la pregunta de cómo reducir el tamaño del Estado sin deteriorar la calidad de vida de los ciudadanos.

      Por ejemplo, autores como Tanzi y Schuknecht, ya citados, consideran, después de un completo análisis sobre las cifras y la literatura disponible acerca del tema, que es perfectamente posible reducir los niveles de gasto público, que hoy en día bordean entre el 40 y 45% del PIB en la mayoría de los países, a niveles del 30% del PIB sin deteriorar la calidad de vida ni los estándares de bienestar que se han obtenido.

      Ahora bien: ¿cómo lograr ese propósito? ¿Cuáles serían las líneas directrices ideales que debería observar una reforma profunda del Estado que busque racionalizar el gasto público?

      Recuérdese lo dicho en otro lugar de estas lecciones: el gasto público como tal no es malo; lo que puede ser y a menudo es altamente inconveniente es el financiamiento inadecuado del gasto público.

      Cuando un nivel dado de gasto público se financia con una exagerada presión tributaria se desalienta el ahorro, la inversión y el espíritu empresarial de los agentes económicos. Así mismo, si la alta presión tributaria coincide con un momento de lenta actividad económica o de recesión, la elevada presión tributaria termina convirtiéndose en un factor procíclico, es decir, acentuando las fuerzas recesivas.

      En la misma dirección, si la financiación de un excesivo nivel de gasto público se hace mediante un elevado nivel de endeudamiento del Estado, esto presiona a la alza las tasas de interés; genera desempleo; desplaza al sector privado de la posibilidad de acceder a una porción del ahorro nacional para financiar nuevas empresas o el ensanche de las existentes; y cuando los niveles de endeudamiento estatal como proporción del PIB o de las exportaciones del país exceden ciertos límites, ello se traduce en desconfianza internacional, en reducción de los flujos de financiamiento externo, en fuga de capitales y en devaluaciones bruscas.

      No hay, pues, una fórmula matemáticamente exacta, pero sí hay una sabiduría convencional que es preciso respetar para tener unas finanzas públicas juiciosas. Niveles de gasto público como proporción del PIB superiores al 40 ó 45% son mucho más difíciles de financiar sanamente que niveles de gasto público que fluctúen entre el 30 y el 35%.

      La marcada tendencia descrita en estos apartes dio pie para que muchos estados estén estudiando la posibilidad de limitar el nivel de gasto y endeudamiento de sus propios gobiernos nacionales o locales, de esta forma, muchas veces mediante fórmulas económicas. Se ha positivizado en una serie de normas que constituyen una autorización de gasto para los gobiernos de turno, dejando al gobernante con la posibilidad de cambiar las leyes que lo limitan. Por esto último, se han presentado casos como el colombiano, donde se constitucionalizan los preceptos que regulan el gasto público en cuanto establecen, de una u otra forma, un límite para éste. A este fenómeno normativo se le conoce como “regla fiscal”, cuestión que se abarcará en un capítulo posterior.

      Y esto es tanto más válido en países como los nuestros, que no tienen un mercado de capitales muy desarrollado y que dependen en buena medida de los flujos internacionales de capital y del ahorro externo para financiar su desarrollo.

      El gobierno de un país industrializado dispone de un amplio mercado de capitales doméstico para colocar sus bonos. El margen, entonces, para financiar programas de gasto público con endeudamiento doméstico es mayor en un país industrializado que en países en desarrollo.

      En estos últimos existe además la amenaza de factores exógenos, como pueden ser el alza de las tasas de interés en los mercados internacionales, la caída abrupta de los precios de los productos básicos o el cerramiento abrupto de los mercados de capitales a las colocaciones de los países emergentes, todo lo cual puede dejar en un momento dado sin posibilidades de financiamiento un presupuesto público cuando este depende exageradamente del financiamiento internacional.

      Ahora bien: para cubrir estos riesgos, para avanzar en la dirección de un esquema de financiamiento del gasto público que no dependa con desmesura ni de altos niveles de impuestos ni de exagerados niveles de endeudamiento, esa sabiduría convencional, a la que nos hemos venido refiriendo, ha empezado a desarrollar algunos criterios que son útiles para avanzar en la dirección señalada.

      ¿Cuáles son estos criterios? Entre otros, podemos mencionar los siguientes.

      La disciplina fiscal va de la mano con una cada vez mayor transparencia. Las cuentas fiscales deben ser claras. No solo los círculos académicos sino los medios de comunicación masiva deben popularizar y, por lo tanto, discutir los grandes temas de las finanzas públicas. La discusión del presupuesto nacional debe ser la ocasión para un gran debate a la luz del sol en el Parlamento y no, como a veces sucede entre nosotros, un debate menor y oscuro. La ejecución del presupuesto debe estar rodeada de mucha publicidad que permita el escrutinio permanente no solo de las autoridades competentes sino del público en general.

      La calidad y la eficiencia del gasto público deben ser objeto de un permanente escrutinio. Entre nosotros, ya lo hemos mencionado, esta responsabilidad incumbe al Departamento Nacional de Planeación. Periódicamente deben divulgarse estudios que evalúen los logros y el costo-beneficio de los diferentes programas del gasto público. Y todo esto para evitar al máximo que la práctica presupuestal se convierta meramente en un ejercicio inercial en el que cada año los programas se repiten, incrementados por el costo de la inflación, pero sin que la sociedad se cuestione si esos recursos podrían estar mejor invertidos socialmente en otro tipo de actividades16.

      No se puede olvidar que tratándose del gasto público la tendencia es que se configuren grupos de interés en torno de los distintos programas, es decir, grupos a los cuales les interesa que el gasto se perpetúe, así sea ineficiente; y a los cuales, por supuesto, no les gustaría ver sus recursos puestos en la balanza del escrutinio social y político, donde bien podría decidirse que tales recursos tienen una mejor inversión social en otra parte. A estos grupos de interés, muy frecuentes por lo demás, les interesa la oscuridad y la falta de transparencia para mantener indemnes en el tiempo sus prerrogativas.

      A menudo las normas jurídicas privilegian la continuidad del gasto, más que la eficiencia de él. Por eso Pierre Joxe dice, en referencia al caso francés –que no es muy lejano del colombiano–, lo siguiente:

      Nuestro derecho público está poco orientado hacia la eficacia […]. El Estado en Francia, el cual funciona efectivamente en el marco de un derecho público de derecho común, ha tenido a menudo [la] tendencia a considerar que el estándar de la buena administración es principalmente jurídico, manifestándose en términos de regularidad más que


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