Hacienda pública - 11 edición. Juan Camilo Restrepo

Hacienda pública - 11 edición - Juan Camilo Restrepo


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en el caso colombiano es una necesidad apremiante.

      A título de ejemplo, quisiera mencionar algunos casos, o mejor algunas reflexiones sobre lo que se quiere decir cuando se habla de repensar permanentemente el gasto público.

      “Pocas personas dudan de que la educación primaria y secundaria deba ser largamente financiada con recursos públicos. Sin embargo, hay dudas crecientes en el sentido de que esa educación deba ser necesariamente suministrada por el sector público.”18 La educación es, por supuesto, una de las grandes áreas del gasto público en el Estado contemporáneo. Nadie lo duda. Pero precisamente por eso es necesario monitorear en forma permanente la calidad de este gasto y las coberturas que se vayan logrando. Uno de los campos de más acogida, y al mismo tiempo fértil discusión, es si la educación primaria y secundaria necesariamente debe ser provista por el Estado o puede ser financiada por este, pero contratada con terceros.

      Mediante lo que en la literatura anglosajona se conoce como el sistema de vouchers, en ciudades como Bogotá, por ejemplo, se ha logrado una importante extensión de la cobertura de educación básica, no con la apertura de nuevos colegios de propiedad del Distrito sino por medio de la contratación con terceros, quienes abren dichos colegios, proveen los maestros y se comprometen a cumplir ciertas normas básicas. Este puede ser un sistema que de generalizarse permitiría ampliar notablemente la cobertura y la pertinencia de la educación primaria y secundaria en Colombia. Como es obvio, este esquema ha encontrado una tradicional oposición en el grupo de interés que rodea el gasto público educativo y que considera este procedimiento una privatización de la educación, cuando en realidad no lo es, pues los recursos públicos siguen irrigando el tejido de la educación primaria y secundaria, solo que mediante esquemas de contratación que tienen más eficiencia que los tradicionales.

      En la educación superior sucede algo similar. Hoy está ampliamente documentado el hecho de que la educación superior en un país como Colombia es un gasto público en principio regresivo, puesto que solo beneficia a un porcentaje muy reducido de la población (quienes acceden a la universidad) frente a grupos mucho más amplios como los que acceden a la educación primaria y secundaria.

      El problema se torna tanto más delicado si, de hecho, a la universidad accede un porcentaje alto de clase media superior o alta, en cuyo caso el subsidio que el Estado ofrece a la educación superior termina siendo regresivo, pues no beneficia a los sectores más necesitados.

      Por esa razón se ha planteado la necesidad de cambiar el enfoque del gasto público hacia la educación superior. En vez de financiar la construcción de más y más universidades públicas y de más y más enganche de profesores de educación superior pública, es decir, en vez de financiar solamente la ampliación de la oferta de la educación superior, podría ser mucho más redistributivo que al menos un porcentaje de lo que hoy se destina por el presupuesto nacional a financiar la educación superior se orientara, mediante un programa selectivo de becas o subsidios, hacia los sectores más débiles económicamente de jóvenes con deseos pero sin posibilidades de ingresar a la universidad. Esto es lo que se llama financiar la demanda en vez de financiar la oferta, con lo cual se cumple más claramente la meta redistributiva de las finanzas públicas.

      El Estado debe concentrarse en sus funciones básicas. Un Estado muy disperso es el mejor semillero de unas malas finanzas públicas y de altos niveles de corrupción.

      Es en este contexto donde los programas de privatizaciones adquieren sentido. ¿Qué lógica tiene en un país como el nuestro que el Estado posea (y por lo tanto que deba financiar con recursos públicos sus frecuentes déficit) actividades como los bancos, las compañías de seguros, los aeropuertos, las compañías aéreas, la generación de energía o las telecomunicaciones, cuando a menudo no atiende debidamente áreas claves como la salud básica o la educación primaria?

      ¿Qué lógica tiene que un Estado pobre como el nuestro dedique inmensas cantidades de recursos a actividades que pueden ser financiadas y gestionadas por los particulares en vez de llevar dichos recursos hacia áreas prioritarias de la acción social del Estado adonde nunca llegarán los particulares?

      Por supuesto, el hecho de que se privatice una actividad como la bancaria, como la de telecomunicaciones o como la de los servicios públicos no significa que el Estado deba desprenderse de su función constitucional de mantener el control, la supervisión y la orientación tarifaria de dichos sectores. Las funciones de la Superintendencia Bancaria no solo no se diluyen sino que deben afirmarse cuando el Estado se desprende de la propiedad de bancos y de compañías aseguradoras.

      Las funciones reguladoras de los servicios públicos, ya sea acueductos, comunicaciones, telecomunicaciones y servicios públicos en general, no solamente no pueden debilitarse sino que tienen que fortalecerse al máximo, en la misma proporción que los propietarios y gestores de estos servicios sean particulares.

      Así mismo, el control de las prácticas antimonopólicas y la vigilancia para que en el mercado se dé una libre competencia que proteja y beneficie a los consumidores tiene que ser una misión preeminente del Estado, como lo ordena la propia Constitución.

      Las políticas de gasto público, para que contribuyan a un buen manejo de las finanzas públicas en países como el nuestro, deben buscar en todo momento, y así parezca paradójico, la “desprivatización del Estado”.

      Hoy en día se ciernen muchos intereses privados sobre el presupuesto público: los unos quisieran que el gasto público no se evaluara frecuentemente, para así seguir gastando en áreas que no necesariamente son de mucha rentabilidad social; los otros porque quisieran ver perpetrados esquemas de gasto público que aparentemente buscan intereses públicos, pero que a menudo encubren subsidios altamente regresivos, como acontece en la educación superior cuando solo se financia la oferta de esta; y, en fin, hay frecuentes intereses que quisieran ver a un Estado que intervenga poco, que no aplique con rigor las normas antimonopolios y que resulte dócil a los intereses de los más hábiles o de los más poderosos para derivar hacia ellos rentas de los presupuestos públicos.

      El Estado contemporáneo debe interferir poco para intervenir mejor. Es decir, no sofocar la iniciativa privada con papeleos y trámites inoficiosos, para concentrarse con la mayor eficiencia posible en el control de las prácticas que interfieren (a menudo en perjuicio del consumidor) el buen funcionamiento de los mercados; y al hacer las escogencias presupuestales nunca olvidar que los escasos recursos públicos debe destinarlos prioritariamente a atender las necesidades básicas de la población (como la salud y la educación), delegando al sector privado muchas actividades que este puede desarrollar (manteniendo siempre el control y la supervisión del Estado) y evitar así que se distraigan recursos públicos hacia gasto inoficioso, superfluo o regresivo.

      Como ya se ha dicho, las teorías de Keynes tuvieron una gran influencia en los planteamientos de la Hacienda Pública a partir de los años treinta. Keynes escribió para un mundo de alto desempleo como el que experimentaba Inglaterra durante los años treinta, y su objeto principal fue proponer caminos para que la economía pudiera absorber esa masa ingente de desempleados que como un espectro invadía a Europa y a Estados Unidos.

      Según el análisis keynesiano, los determinantes fundamentales de la inversión son la tasa de interés y el rendimiento marginal del capital. Por otra parte, desarrolló la llamada “teoría del consumo”, según la cual toda economía tiende a consumir una proporción constante del ingreso que percibe. Esto se conoce como la “propensión media a consumir”. Ahora bien: en una situación de recesión, en donde los inversionistas no encuentran oportunidades suficientemente atractivas de inversión, estos prefieren ahorrar, y como la inversión se ve así paralizada porque el ahorro no llega fluidamente a financiar la inversión, se requiere un factor que rompa ese círculo vicioso. Ese factor es el gasto público. El gasto público se irriga dentro de la comunidad, la cual lo destina aproximadamente en unas tres cuartas partes a consumir y en una cuarta parte a ahorrar. La propensión media a consumir, es decir, el porcentaje de cada unidad de ingreso adicional que se dedica al consumo es entre el 70 y el 80%. Estos consumos


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