Patrimonios, espacios y territorios. Natalie Rodríguez Echeverry
un palo inclinado, apoyando los pies en unas muescas abiertas en él, manteniendo el equilibrio con las manos, en actitud de escalar un árbol; como este palo o escalera es movible, lo retiran cuando les parece, con lo que evitan se introduzcan en sus casas los animales y las fieras. Viven por familias; amparando un solo techo a todos los ascendientes y descendientes. No conocen habitaciones ni compartimentos; el salón, que suele ser espacioso, sirve de cocina, dormitorio, y todo está a la vista; duermen sobre el duro suelo, o sobre jamaguas, cierta especie de tela sacada de la corteza de un árbol. (Relación de Algunas Excursiones Apostólicas en la Misión del Chocó 1924, 10-11)
Por su parte, las descripciones encontradas acerca de las viviendas de aquellos que los misioneros denominan de “raza de color” se pueden recrear a partir de las experiencias derivadas de su permanencia en estas durante los viajes misionales. Representaciones que, más allá del tono del relator —algunas con la acostumbrada desesperanza que acompañan ciertos de los apartes de las travesías misionales, los cuales resaltan los olores, el aspecto y el contexto de las viviendas con acentos negativos que las describen como pestilentes, sucias y desordenadas—, se constituyen en escenificaciones que permiten vislumbrar espacios, así como prácticas culturales, cargados de significados y valoraciones locales.
En este sentido, a partir de la experiencia de uno de los padres misioneros, quien, al acudir a impartir los sacramentos a un “enfermo grave”, afirma que, tras la muerte de este, los pobladores cercanos al difunto tienen la costumbre de congregarse en su casa o posada, lugar donde acontecen una serie de prácticas en directa correspondencia con los espacios que conforman la vivienda. Así, se describen las casas o posadas como sencillas, conformadas por algunos cuartos, de los que distinguen el portalón, espacio amplio donde se reúnen los visitantes, además de la cocina, particularmente ubicada hacia la parte posterior del inmueble; esta se detalla como un espacio en el que suelen reunirse las mujeres, en este caso específico, durante la velación del muerto, para preparar los alimentos y bebidas —entre estas últimas se destaca el paimadó, referenciado por los misioneros como una “especie de aguardiente fuerte y malísimo con que se emborrachan con frecuencia los chocoanos” (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 51)—. Así mismo, se relatan las condiciones14 de permanencia en las viviendas como hostiles, atribuidas a la falta de enseres como camas —que suelen ser reemplazadas por hamacas (1960, 46)—, por encontrarse en tierra sus pisos, carecer de iluminación interna y externa, además de las condiciones de aseo y la estancia de diversos animales, como insectos, roedores, entre otros:
Frente a aquel jolgorio y en el portalón (que así se llama la única pieza libre que allí se encuentra), donde todos los forasteros se recogen para dormir, tuvimos que preparar nosotros los timbales para cenar y descansar después, si podíamos. Tres hamacas y una cama portátil constituían nuestros lechos, y allá, hacia la una o dos de la madrugada, debajo de cada uno se agazapaban como podían los demás huéspedes; la casa, como todas, estaba plagada de chinches, ciempiés, cucarachas, hormigas, cínifes y otras alimañas, y con multitud de animalitos gruñidores debajo, las gallinas y los ratones en lo alto, formaban un concierto bastante desapacible, como se comprende; a la calle no se podía salir, ya porque llovía, ya porque es un completo lodazal todo; dormir era imposible, pues lo impedían calor, olor, ruido, entre otras cosas; por lo que, no pudiendo sufrir aquella atmósfera y viendo, además, aquel movimiento de entrada a bandadas de gente moza y aquel jolgorio (pues no se convierte en otra cosa semejante acto de caridad), me incorporé en medio de la hamaca como pude y empecé a increpar a las gentes de tal modo que quedaron casi todos asustaditos con atreverse a chistar más, aunque los compañeros riéndose a mandíbula batiente por lo bajo, y bien que celebraron después mi catalinaria. (50-51)
Complementado lo expuesto, se afirma que bien entrada la noche, y por un periodo prolongado hasta que amanece —se puede repetir por varios días—, se reúnen “más de cien personas”, todas ellas dispuestas en el portalón, para hacerle compañía al muerto (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 50). Así, se recrean apartes de las novenas y los alabaos que forman parte de la velación de los muertos, relatos que destacan la ornamentación del espacio físico-arquitectónico y señalan la disposición de santos, luces, imágenes, entre otros elementos, así como la práctica de cantos, rezos y otras dinámicas que acontecen en estos. En este sentido, se afirma que dicha costumbre de “ir y hacer velorios” o veladas, ya sea cuando muere un individuo, con el fin de acompañar a la familia, o cuando dicho enfermo está por morir o lleva tiempo de enfermedad, se caracteriza porque “van todos los del contorno, chicos y grandes, todas las noches, como si fuesen a una romería, y allí están de parranda hasta que es de día, en que se vuelven a sus chozas”; complementando esta descripción, se anota que:
Cuando muere uno en los ríos, los parientes y vecinos le hacen las novenas, que llaman ellos. Consisten éstas en pasar toda la noche en una habitación, en donde tienen un Santo Cristo, un San Antonio y todos los santos que poseen con muchas luces. Si es la primera noche y el muerto está en casa, la pasan cantando no sé qué coplas; y si es después, rezan en rosario. Al amanecer cantan todos el Alabao sea; pero tanto este cántico como los demás son muy melancólicos; cada uno se va por el tono que le da la garganta, parece una olla de grillos. Gastan mucho en tales actos, pues se bebe mucho café y se fuma más, todo por cuenta de la familia del finado. (Relación de Algunas Excursiones Apostólicas en la Misión del Chocó 1924, 51)
Retomando lo esbozado anteriormente, desde los relatos misionales también se atestigua que “cada río venía a ser un pueblo con casas distanciadas unas de otras o los había muy extensos y poblados” (La Misión Claretiana del Chocó 1960, 255), poblaciones de “chozas separadas unas de las otras por largas distancias y diseminadas a una y otra parte de los ríos” (46), de las cuales ciertas poseían “iglesia, donde se reunían todos los vecinos del mismo río para celebrar anualmente sus fiestas” (255). Cabe señalar que dicha práctica ha sido denominada y explicada como una forma de poblamiento disperso, la cual, de acuerdo con Restrepo (2002), “A medida que se fue consolidando el número de la población libre, la forma de poblamiento fue cambiando”,15 proceso en el que “hubo una dispersión de los libres por toda la región. Casas aisladas o pequeños conglomerados se construyeron cerca de las orillas sobre los diques aluviales a lo largo de los ríos o sobre las líneas costeras” (3). Así mismo, y en correspondencia con la ocupación del territorio, Martínez (2010), siguiendo a Robert West, se refiere a este
como un proceso de apropiación que se ejerce desde el río hacia el fondo o respaldo, a partir de la instalación de los pobladores en el dique aluvial. Este patrón de distribución espacial determina un poblamiento longitudinal y discontinuo a lo largo del río, según el cual las diferentes actividades económicas se encuentran intercaladas con los asentamientos ribereños. A este patrón ocupacional, se superpone otro en sentido transversal desde el río hacia el fondo boscoso, donde el río es representado localmente como el afuera, desde el cual se penetra gradualmente hacia el bosque, caracterizado como el adentro. (18)
Es importante destacar respecto a lo anotado que dicha forma de poblamiento disperso trasciende a la relación físico-espacial y deriva en una práctica de implantación también dispersa. Así, se configuran formas de ubicar e implantar las viviendas producto del entendimiento del entorno (respecto a los ríos, los montes y la selva), así como de las maneras de organización que se establecen al interior de los grupos humanos16 que intervienen en su disposición (poblados, centros, asentamientos). Construcción de territorio que evidencia la dinámica social en y desde este, en la que los sujetos, a partir de las relaciones y el entendimiento de los contextos, generan conocimientos y saberes locales que les permiten intervenirlo, más allá de emprenderse ubicaciones aleatorias. Cabe agregar lo expuesto por Sosa (2012), quien afirma que en los territorios la “organización y límites se negocian al fragor de las relaciones sociales”, donde los “sujetos lo construyen combinando lo concreto pensado (la representación que se tenga sobre el territorio) con lo concreto real (la relación que se desarrolla con este)” (26); en síntesis, relaciones sociales que construyen identificaciones y apropiaciones